viernes, 15 de octubre de 2010
El retiro
http://zonaliteratura.com.ar/?page_id=895
“No es un hombre sino el mundo el que se ha vuelto anormal”
(Antonin Artaud)
Dejé la casa esa noche, convencido de que no volvería nunca. Nadie me habría tomado en serio con una valija llena de dibujos y pocos billetes que en unos días podían no valer nada. Pero lo más ridículo del equipaje era mi documento: un papel y una foto que ya no servían, propias de un hombre al que habían declarado inexistente.
Sabía que tenía que salir de la ciudad antes de que llegara el día. Sino estaría más cerca de convertirme en uno de los personajes de mis historietas que a un hombre: “Un hombre” Dije en voz alta esa frase sin entenderla, mientras las risas de unas prostitutas que corrían por una calle cercana me recordaron mi odio a toda palabra que implicara un orden, una forma de civilización. ¿Por qué ahora me aferraba a la idea de hombre que siempre había combatido?, ¿por qué necesitaba mi parte humana esa noche cuando había decidido no pertenecer a esa raza que se desmoronaba?
Dejé, entonces, mi saco y mi sombrero de profesor burgués en el banco de una vieja estación y usé las vías del tren para guiarme en mi partida. En esa noche no había una imagen posible. Sólo la mía. Por momentos levantaba el brazo para mirarme y mis manos parecían irradiar una luz que las hacía visibles. Pero eso sólo pasó al comienzo, en los primeros kilómetros. Después me di cuenta de que era yo quien deseaba verme y me imaginaba brazos y piernas grotescos y exaltados. Soy un dibujante, puedo crear contornos, formas. Estoy vivo gracias a ese don, a lo que puedo imaginar. Cualquier soporte me sirve, no necesito el papel. Siempre estoy creando y esa noche me puse a dibujar mientras cargaba una maleta
inútil, sólo para entretenerme.
Avanzaba la madrugada cuando decidí que pintar árboles y flores podía ser más interesante que insistir con la figura humana, aunque por ese entonces ya había hecho de ella un fantasma o un monstruo, casi diría una mutación ridícula, una mezcla feroz del hombre con el animal. ¿A quién dibujar ahora? ¿A mendigos que tiran del carro para convertirse en pequeños tiranos? ¿A hombres de letras encandilados por una voz que les quita las palabras? Quisiera ser como Goya que se pintó comiéndose a sus propios hijos.
Algunos ya habían mencionado ese sonido. Era una especie de trompeta pequeña (nunca supe nada de música) que imitaba el canto de un gallo. Así, contaban otros, se escuchaba la primera vez, después no era más que una trompeta desafinada que anunciaba la llegada del día. Supe que ya estaba cerca, que ese sonido marcaba un final, el cierre definitivo con esa ciudad que había abandonado. Ya no corría peligro de arrepentirme, de desear el regreso y me sentí bien, casi feliz, orgulloso de este ínfimo logro que anunciaba otra vida.
Divisé el alambrado y noté que la puerta de entrada estaba apenas abierta. Las primeras imágenes del día eran auspiciosas: Un hombre semidesnudo me mostraba con una sonrisa las marcas de la gangrena en el brazo. Era así, idéntica a esa imagen, la caricatura que había dibujado antes de salir de mi casa. Sabía que estaba en mi valija y se la mostré. Él me miró complacido, hasta diría agradecido, y se perdió entre los otros. Yo supe que había logrado mi propósito: un mundo igual a mis dibujos. Si todo artista inventa aquello que quiere vivir, yo podía llamarme un privilegiado. Antes de entrar a Gott min us (así se llamaba el lugar a donde había decidido pasar mis últimos años) decidí sacarme los
zapatos.
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