domingo, 12 de agosto de 2012

La política de la inacción

Existe una especie de ideología, que podría llamarse la política de la inacción que se ocupa de despojar a la política de su carga de efectividad.
Dentro de esta línea política los funcionarios deben actuar como meros burócratas que no resuelven problemas ni producen mejoras en la sociedad sino que se encargan de contener situaciones conflictivas y educar a la población en la ideología de la imposibilidad. Los problemas por los que atraviesa una sociedad jamás pueden ser resueltos. Las demandas son utopías ridículas que dejan en un lugar desvalido al que se atreve a pronunciarlas.
Roberto Esposito habló de ciertas formas de democracias acéticas y silentes, sin valores ni sentidos, que él como intelectual de izquierda propagandizaba, con la fantasía de que la acción y el sentido sería otorgado por la acción de las masas. Un poder neutralizado y neutralizador es el ideal tanto del neoliberalismo como de la izquierda revolucionaria. El primero porque necesita despojar de toda idea de acción transformadora a la sociedad y la segunda porque cree que ese es el escenario propicio para la participación del pueblo.
Desde la llegada del kirchnerismo al poder esta formulación se vio derrotada o, al menos, herida de forma irreversible porque Néstor Kirchner demostró que se puede llegar a la presidencia de la nación para resolver problemas, para mejorar la vida de los ciudadanos y para visibilizar conflictos como una herramienta dinamizadora de la vida social donde los distintos sectores adquieren protagonismo y capacidad de presión. La sociedad entera crece bajo este tipo de ideología, tanto quienes se sienten identificados con ella como quienes la detestan.
Pero a partir del momento que la crisis internacional se hizo más profunda. Cuando la Europa próspera de hace unos años ya no es un ejemplo, cuando la Argentina no se muestra como un país que usa esa crisis como excusa para el ajuste, algunos exponentes de la política de la imposibilidad intentan volver a implementar su fórmula, básicamente porque si no lo consiguen no tienen chances de volver al poder. Para ganarle al kirchnerismo es indispensable destruirlo y para destruirlo deben propiciar las condiciones de una desilusión colectiva. Ellos saben muy bien que toda experiencia política que recupera la épica, el mito, la adhesión desde un lugar afectivo cuando fracasa genera un sentimiento de frustración y desánimo muy profundo. La derecha sólo puede ganar las elecciones creando una sociedad derrotada, replegada, que ya no está dispuesta a salir al ruedo.
Por supuesto que en un escenario acostumbrado a una política de causas y efectos su estrategia no deja de desconcertar. La pregunta que surge es qué provecho pueden sacar de pagar un aguinaldo fraccionado o no resolver un prolongado paro de subtes. La respuesta más simple, la que más se ha escuchado por estos días es la de trasladar el costo político al gobierno nacional. Yo no descarto totalmente esta alternativa pero me atrevo a disentir, a señalar que no es ese su principal objetivo.
Lo que yo creo es que personajes como Daniel Scioli y Mauricio Macri, como las caras visibles de una mecánica política que es mucho más que estos dos nombres, buscan generar un estado de frustración constante. Aunque parezca surrealista lo que voy a decir, para la lógica que sostiene a Macri es más efectiva la desolación, la angustia, la impotencia y la furia que genera la huelga del subte que la habilidad para resolver un conflicto. Porque ellos apuntan a una ciudadanía frustrada, encerrada en una situación que no sabe como resolver antes que a una idea social de sectores políticos activos que demandan y a los que es necesario complacer, aunque sea en parte, para resolver el conflicto. Porque para que una huelga de estas características llegue a su fin es necesario negociar y esto significa ceder. Este análisis no deja afuera la posibilidad de que la estrategia del macrismo funcione como un boomerang, fundamentalmente porque esta sociedad no es la misma que la de la década del noventa, tiene una capacidad de reacción mucho más efectiva y tiene conquistas a las que no va a renunciar.
Cuando Macri dice que desconoce a los metro delegados está reproduciendo la misma lógica que en los años del menemismo. En los noventa existía una conflictividad social que era ninguneada por el gobierno. La estrategia era dejar a esos sujetos que se manifestaban casi en una posición de ridículo, como piezas arqueológicas que no entendían por donde pasaba el nuevo mundo. Macri no puede llegar a tanto. Su camino es el de negar el conflicto. Sostener que esa política de concreción de acciones sociales es altamente conflictiva y que por una paz absolutamente impostada habría que sacrificar las resoluciones, las acciones concretas.
Otro ejemplo que funciona en el mismo sentido es el ocurrido hace unos meses cuando en una villa de emergencia le reclamaban al gobierno de la ciudad un micro para que los chicos pudieran asistir a la escuela. Una demanda tan sencilla de resolver para el estado fue rechazada aludiendo que después en otras villas iban a pedir lo mismo. Macri prefirió pagar el costo de un corte en la autopista antes que brindar un servicio de tan fácil resolución para una gestión de gobierno que podría otorgar muchos beneficios en relación a la educación de los niños y a la organización de la vida de una comunidad. Lo que para la gestión macrista sería un acto de beneficencia es en la lógica del trabajo social una inversión que pone en valor la subjetividad de las personas implicadas. Pero Macri no quiere darle entidad de sujeto a las personas demandantes, quiere borrarlas en su capacidad de intervención.
Opera en sintonía con el discurso mediático donde hace cuatro años que anuncian una crisis. La propagandización del miedo necesita ser acompañada de ese ajuste que algunos gobernadores intentan implementar. No se trata sólo de un problema de dinero sino de ver como se puede contener a una sociedad que desde hace nueve años es un factor decisivo en el avatar político argentino. Como en los noventa el objetivo es destruir al pueblo como un factor determinante, como un elemento de tensión al momento de implementar una política de estado.

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