domingo, 6 de abril de 2014

La celebración del pasado

Me tomo un taxi para llegar a la agencia de turismo que va a llevarme a Versailles. Es una mañana lluviosa, como casi todas
las de mi estadía en París y el gris es un tono que no le sienta mal a esta ciudad que parece cubierta, impregnada de una capa de hielo. El taxista habla español y me pide que le traduzca algunas palabras, que de algún modo amplíe su vocabulario. Siempre piensan que soy española, un poco porque ellos identifican a los latinoamericanos con un esteriotipo del que yo no vendría a formar parte y otro poco porque para ellos sólo existe Europa. El resto del mundo es la última opción.
En la agencia de turismo somos muchos los que hablamos castellano, aunque soy la única argentina. Un matrimonio iraní me cuenta que vivieron muchos años en Estados Unidos pero que hablan español porque ahora viven en España. Pienso en esa existencia plagada de nomadismos y eso también es Europa, un mundo repleto de asiáticos, de islámicos, de latinoamericanos. Universitarios que quieren insertarse en el mundo occidental pero también personas que huyen de una vida difícil, inmigrantes que son una nueva forma de exiliados.
Pasamos por la Rue de Rivolí y experimento una pequeña desilusión. La encuentro bastante similar a Paseo Colón y Além, aunque con algunas columnas más sofisticadas y está repleta de negocios con mercadería en la calle, un poco toscos, a mi entender, un poco sobrecargada de gente y vendedores.
El viaje a Versailles lleva su tiempo. Veo que estamos cerca de Bordeaux y recuerdo que Dardo Scavino me dijo que vivía por allí. Versailles no es París, tiene cierta estética de pueblito, de casa de las afueras, de conurbano. Algo de residencial pero poco, no lo suficiente para estar acorde con el castillo.
El guía nos da las entradas para el museo y nos dice la hora en la que va a pasar a buscarnos. Mi pago contempla una audio guía, un sistema bastante práctico que consiste en una especie de teléfono donde habita la voz de un guía en el idioma solicitado. Después de la introducción uno encuentra en cada sala un número que debe marcar para que la guía te cuente de que se trata esa parte del castillo.
Olvidé decir que ese día me sentía un poco descompuesta y mientras caminaba por el Palacio pensaba que locura sería vomitar en Versailles. Mi rechazo a la monarquía se convertiría en una cuestión física, en una manifestación del cuerpo.
Me fascina el modo en que los franceses integran su historia. Más allá que existan algunos espacios vedados, el castillo se transita con comodidad y abundancia. Espiamos la vida de la monarquía con zapatillas y mochilas, con jeans y borceguíes pero es mucho más que eso. Estamos allí ( sin tocas por supuesto, porque todo sale una fortuna, tendríamos que dejar nuestra sangre si algo se rompe) como una tarea de reconstrucción, como un modo de palpar hechos históricos y tratar de imaginarlos a partir de la presencia de los objetos y de la voz de la audio-guía.
El objeto como dato pero también como lo único permanente, como el remanente que viene a reemplazar, a evocar a los reyes y príncipes que seguramente estarán allí como fantasmas cuando los numerosos visitantes se hayan ido.
¿Por qué queremos conocer la vida de la monarquía? ¿Por qué nos sentimos un poco reinas cuando caminamos por el salón de los espejos? Seguramente porque la disposición del espacio, de esa fastuosidad, los detalles barrocos, las pinturas en el techo y las paredes que cuentan historias, que conservan símbolos, dan cuenta de un mundo que ya no existe y que necesitamos conocer. Nos hablan de una vida alejada, inaccesible. Esa es la belleza de esta visita, la de habitar lo que nos es ajeno. La de ocupar una casa noble por un rato y tratar de entender ese mundo destruido por la burguesía.
Porque se trata de la historia y de la revolución francesa. De los plebeyos que estamos allí como alguna vez los jacobinos cruzaron el jardín y destrozaron ese imperio de la monarquía. Porque ese palacio fue saqueado y con el tiempo reconstruido. Es interesante ver como mucho del mobiliario fue recuperado para poder exhibirlo y otro tanto reconstruido tratando de guiarse por la fidelidad histórica.
Yo pasé muchas veces por la Plaza de la Concordia. Allí, en uno de los lugares más bellos de París, guillotinaron a María Antonieta pero hoy esa historia está integrada como parte del recorrido turístico. Esta Francia de hoy es hija de su revolución y se reconoce en ella, parte de su orgullo tiene que ver con haber gestado esa cambio de paradigma político que después terminó en la muerte y la desilusión. Pero pese a todo, la francesa fue la única revolución auténtica cuyo imparto todavía resuena. Es la que nos permite caminar por Versailles de sport, sin galas, como en un intento de volver popular a esa palacio, aunque la palabra no termina de ser la más acertada.
Después de horas de recorrido, de estar metida en el siglo XVIII, voy a almorzar a uno de los restoranes que tiene el palacio. Me encanta la ensalada y ese mundo que se reparte alrededor mío. ¿Dónde estoy en realidad? En una tierra que contiene tantas fisonomías y nacionalidades, en el centro del mundo. Me gustaría vivir en París, ahora lo pienso, ahora que volví y ya estoy un poco cansada o malhumorada, ahora que transitan los días sin mucha novedad. Un país nuevo nos da la posibilidad de ser otros.
Ese día en Versailles mi pelo estaba imposible, enmarañado, capturado por la humedad de una ciudad con río. Yo trataba de arreglarlo con algunas hebillas cuando a mi lado, compartiendo el espejo del baño, se instala una mujer islámica con la cabeza tapada. Esto es París, pensé. La naturaleza indomable de Latinoamérica junto al cuerpo encerrado del Islam, todo componiendo el mismo espacio. Viviendo lo mismo pero de un modo diferente.
Ella no tenía ese problema. Su pelo dejaba de existir mientras que para mi siempre fue una parte importante de nuestra identidad. Las mujeres occidentales gastamos mucho dinero en nuestro pelo. Nos importa como peinarlo y cortarlo. Exhibimos brutalmente algo que otras mujeres prefieren cubrir, dejar fuera de escena.
No me alcanzaba el tiempo para tomar el tren de María Antonieta y recorrer los jardines de Versailles, entonces me aventuré por esas hectáreas de flores, pasto y fuentes con patitos, a pie, como tantos otros. Ya había salido el sol. Mientras sacaba algunas fotos desde la ventana del castillo pensaba, que lindo sería ver este lugar iluminado por el sol y el deseo fue concedido porque el clima en París es tan imprevisible como en Buenos Aires o La Plata. Tenía barro en mis botas, pero era barro de Versailles.
De regreso la agencia nos deja cerca de Le Louvre. El museo gobierna la zona, le da nombre a todo y contagia su estilo. Cuando llegué me pareció estar en la plaza San Pedro. Cada edificio importante tiene en París una especie de plaza que prepara la escena. Es un espacio que corta la continuidad del lugar y establece su jerarquía desde el diseño urbanístico. No solo miramos el Louvre porque es un edificio por demás bello sino porque todo en su entorno nos prepara para la llegada a ese lugar y nos pide atención. Aquí las cosas cambian, ahora vas a transitar por un paisaje distinto, la ciudad reacciona frente a semejante joya arquitectónica, tomate tu tiempo, porque esto no es un museo más. Si, las calles de París parecen estar hablándonos permanentemente.
Allí también es muy sagaz el modo en que lo moderno se instala en medio de tanto clasicismo y barroquismo. Las escaleras mecánicas que permiten la entrada no nos hacen olvidar esos techos y paredes que compiten con los cuadros y esculturas. Miro las obras o miro el museo. Estamos todos excitados y emocionados. Cuando me enfrento al cuadro de la libertad de Delacroix creo estar frente a un sueño. No sé si será un lugar común pero algo te pasa adentro del Louvre que no te pasa en otro edificio parisino. La gente sacándole fotos a La Gioconda puede ser un dato más de la enajenación turística pero encontrar un momento para estar un poquito a solas con esos cuadros permite sintetizar y contemplar una escena para la que nos preparamos durante toda la vida. Yo me acordaba de mi profesora de plástica del secundario, cuando nos decía que un día íbamos a tener la posibilidad de ir a los grandes museos del mundo y sus clases nos iban a servir. En realidad lo que sé de plástica lo aprendí de mis numerosos amigos pintores, grabadores y dibujantes pero ese recuerdo conservó cierta ternura para mi. Llegar al Louvre es algo que está en nosotros desde siempre.
Allí si escuché voces argentinas. Una chica que le decía al novio “Ver la Gioconda original te vuela la cabeza” ¿Cómo no iba a ser argentina? Una madre con su hijo veintenero frente al cuadro de Delacroix. Ese museo me trajo cierta familiaridad.
Le Louvre está cerca de le pont neuf y de la comedia francesa. En el carrusel del Louvre un librero me indicó como llegar. Esa zona es una de mis preferidas en París porque se continúa un poco con esa plaza o explanada que sirve de plataforma al museo y con las columnas y galerías de la Rue de Rivolí. Forma como un pequeño mundo aparte, un cuadrado un poco más reflexivo entre el ruido del centro.
Ya era un tarde y la boletería de la comedia estaba cerrada. La venta de entradas en París funciona a la inversa que en la Argentina. Descubrí que estaban dando Antígona de Jean Anouilh y confíe que podría conseguir alguna localidad, algo que al día siguiente te reveló como imposible. Las entradas se agotan en París.
Entré a uno de los bares pegadito a la comedia, con cuadros de arlequines y personajes teatreros. Los bares franceses no se parecen a los argentinos. En gran medida porque nosotros nos dejamos ganar muy fácilmente por las modas y porque muchos de los bares notables, son para mi gusto un poco decadentes.
Ir a un bar en París es una experiencia que conserva cierto refinamiento, como los tés en el Tortoni o en el Molino. Algo antiguo, algo de otra época que los jóvenes hacen suyo. No se trata de reductos de viejos. Los turistas y las variadas generaciones le dan un aire de actualidad. Tal vez el secreto esté en que los bares parisinos conservan cierta ceremonia, cierto ritual que viene de su amor a la comida.
Cuando se hace de noche en París, cuando la gente vuelve a casa o se dispone a salir, hay un movimiento intenso que parece darlo vuelta todo.
Entro a la librería Galimar, maciza, antigua, con el registro anterior a las librerías de cadena. Hay algo de la infancia, de la forma de apilar los libros, de enfrentar esos estantes poblados de volúmenes, preparados para el lector conocedor no para aquel que compra novedades, que tienen que ver con mis primeras experiencias en las librerías.
Compro Antígona en francés porque me había propuesto conseguir una obra de teatro francesa que ya tuviera en castellano para practicar el idioma.
Los libros traen el precio escrito en la contratapa. Sin etiquetas, con la cifra dibujada, igual que el texto que presenta el libro. Y es algo lógico porque los precios los fijan las editoriales y porque de ese modo ese precio es inamovible, parte de la identidad del volumen.

domingo, 30 de marzo de 2014

Las mujeres de los anillos

Ya había notado una situación extraña cuando una mujer levantó un anillo del suelo que parecía brotar del asfalto parisino pero recién llegaba y había tantas cosas para mirar y ocuparse que el dato pasó, tal vez asimilado en la lista de las costumbres.
             Una mañana bordeaba las calles cercanas al Arco de Triunfo para ir al Gran Palace cuando la situación se repitió. Una chica levantó del suelo un anillo similar a esos que se hunden en las tortas de casamiento y que le predestinan a la ganadora su próxima boda. La chica me preguntó si era mío, le dije que no y seguí caminando. La chica se las ingeniaba para acompañar mi paso, indicarme que a ella no le entraba porque tenía la mano muy gorda y me lo regalaba “pour la chance” Yo le agradecí y seguí de largo . La piba se estaba poniendo pesada cuando decidí recurrir a mi método infalible de salir corriendo y poner cara de desesperada, de persona dispuesta a dar unos buenos gritos y pedir ayuda pero llegué a escuchar a la chica que me suplicaba un poco de plata para comprarse u sándwich.
              A la tarde, cuando contrataba una excursión para ir a Versailles, una alemana devenida en francesa me dijo en español :”Cuidado con la bolsa, acá en París, porque tenemos muchas gitanas” La palabra me causó gracia porque me di cuenta que lo que la rubia agente de turismo quería señalar era la presencia de mujeres engañosas, que habían montado su pequeña puesta en escena callejera para hacerse de algunos euros.
               El glamour de París se interrumpía con estos pasajes bizarros (escuché a muchos chicos repitiendo esa palabra por las calles) , con estos desclasados porque estoy visitando una Europa en crisis. Aunque en el París turístico cueste acordarse.
               En el Petit y Grand Palais y en el Museo de Arte Moderno visité las colecciones permanentes.
                 Me gustaba estar entre los estudiantes de arte que hacían sus dibujos. Son Museos un poco más tranquilos donde volví a enamorarme de Giorgio De Chirico. De alguna manera miraba con más atención, seguramente por el modo en que los cuadros eran exhibidos y presentados.
                 En una sala casi a oscuras en el Museo de Arte Moderno se proyectaban palabras, frases que se leían y desaparecían acompañadas de un pequeño dibujo que parecía de historieta y cada tanto ventanas enormes con jardines. París ama esa luz que viene del verde y las flores.
                 Durante el almuerzo pensaba que mi teoría de los parisinos como personajes arrogantes entraba en contradicción con la simpatía, cierta calidez, una esmerada voluntad por resolver e involucrarse que también aparecía en mis fugaces encuentros con la gente y entonces pude ser más precisa, aunque la contradicción es un dato que convive con cualquier definición. Toda caracterización de un sujeto contiene su contrario. Los parisinos y parisinas están orgullosos de serlo, se trata de eso y muchas veces el orgullo suele malamente confundirse con la soberbia. Ellos hicieron la revolución más importante para el mundo occidental, ellos resistieron al nazismo y pudieron sobrevivir, también hicieron un montón de cosas monstruosas porque me acuerdo muy bien como en su biografía Simone de Beauvoir declaraba sentirse avergonzada de ser francesa, especialmente en los años de la guerra con Argelia,  pero está claro que ellos saben muy bien como procesar su pasado y como sobrellevar sus vergüenzas, o al menos transformarlas en otra cosa.
              Hay un momento en que París se deja ganar por la globalización y se parece a cualquier ciudad en el tumulto de la tarde. Cerca de la zona de las tiendas Lafayette creo estar en Buenos Aires. Antes había caminado por los muelles del Sena y adoraba esa cercanía con el río. Será barroso y marrón, pero esos puentes y muelles lo vuelven majestuoso. Tal vez París encuentre su magia en la manera de presentar, de mostrar cada una de sus cosas, de su tesoro, de su patrimonio.
              La gente corría en jogginetas o ensayaba pequeños picnic, también había algunos jóvenes en bici que parecían una ráfaga entre cierto silencio o modorra del río porque a decir verdad entre los bateaux mouches y los demás barcos para turistas no es una zona tranquila.
              Yo ya planeaba mi travesía en barco pero primero quería recorrerlo a pie.
               Los barrios ópera y Grands Boulevards se pierden entre negocios y tiendas de chocolates. Ahí también demuestran su arte para atraer. No tenía hambre pero como no entrar a esos lugares que hacen de la producción de chocolate piezas de artesanías y cómo no comprar alguno entre el frío y la brutal sensación de que París es una ciudad para recorrerla comiendo alguna que otra cosa (algo que nunca pude hacer)
               Atravieso Les Champs Élysées casi de noche, entre la manada de personas que vuelven de sus trabajos. Ya puedo ver el foco de la Torre Eiffel iluminada. Elijo un bar más moderno frente al Arco de Triunfo, donde se escucha música de moda pero nada se deja ganar del todo por la contemporaneidad, como si París siempre guardara cierta elegancia del pasado.
A veces los mozos tardan en atenderte porque están apabullados por la cantidad de pedidos. Además de turistas parece haber muchos ejecutivos, oficinistas que todavía cargan papeles de trabajo. En la tienda todas las cosas son hermosas y carísimas. Amo un bolso que sale casi tanto como la plata que llevé para todo el viaje.
             Me divierte no saber muy bien ni la hora ni el día de la semana y preguntarme si realmente sé mirar, sé conocer la ciudad o termino atrapada en la velocidad como en La Plata o Buenos Aires.
              Antes me había detenido en un negocio lleno de joyas. En Tiffani, en Versace y en tantos otros. Piezas divinas, trabajadas al detalle, asombrosas como en un cuento. Había un reloj que de tantos brillantes no permitía ver la hora. Enceguecía la vista

domingo, 23 de marzo de 2014

Diario de viaje: París febrero - marzo 2014

En Ezeiza una española quiere sacarse una foto conmigo. Le sorprende ver a una argentina rubia y le gusta la leyenda de mi bolso de mano “
Como quieres que te quiera”. Para ella y su novio el viaje termina. La chica baila en la cola que nos lleva al embarque en el vuelo hacia Madrid. Yo comienzo. Aunque la aventura de llegar a Europa tuvo un capítulo previo: la búsqueda perversa de dólares o euros, todas las mentiras sobre la compra legal y las oscuras artimañas a la luz del día del mercado negro, tan negro que debería llamar la atención cerca de los bancos y casas de cambio donde se dan datos silenciosos sobre oficinas y negocios donde la venta tiene un alto precio. Pero no quiero pensar en eso ahora sino cansarme y fastidiarme un poco entre migraciones y esperas, y las puertas y los pasillos y toda esa gente que tiene tanta experiencia en viajes y yo tan provinciana que tengo que preguntar ochenta veces para llegar a destino.
Entro al avión, al viaje que me ha pagado el Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y paso doce horas un tanto inquieta, permitiéndome ser una ameba que duerme, come y lee el libro de Roland Barthes, “Fragmentos de un discurso amoroso” (estaba leyendo en La Plata la biografía de Evita pero me parecía demasiado obvio ir con un libro sobre Eva Perón a París). Descubro que esta empresa española llamada Air Europa nos cobra tres euros los auriculares para poder escuchar música y ver películas, nos dan poca comida y tienen muchas ganas que le compremos sus vinos en el minibar. Recuero que me gustaba más el avión de Cubana conde nos daban mejor comida y los baños eran enormes. Igualmente me entretengo con mi música y mi libro. Me resulta gracioso cenar a las ocho y desayunar a las once de la noche, porque en realidad, en el aire europeo son las tres de la mañana y llegaremos a Madrid a las cinco, entonces nos dan un desayuno para que enfrentemos con fuerza lo que se viene. En mi caso una escala a Paris y un aeropuerto de Barajas que voy a detestar toda la vida.
En migraciones nos separan entre europeos, norteamericanos y chinos y el resto del mundo, una fila que va visiblemente más lenta que la otra, la de los ciudadanos a los que no se les hace muchas preguntas. Mientras embarcaba en Buenos Aires había escuchado a una mujer comentar que París también había copiado esta costumbre. En Francia me resultaron bastante más ambles. Cuando estaba por llegar mi turno me di cuenta que había dejado el pasaje de vuelta y la reserva del hotel en el bolsillo de mi valija. Igualmente el gordito de Migraciones me selló después de actuar un reto que no se creía ni él.
Todavía no hacían girar las valijas de nuestro vuelo y a mi me faltaban cincuenta minutos para tomar mi avión a Paris, sin tarjeta de embarque. Algunos españoles conmovidos me ayudaron a guiarme en los pasillos de un aeropuerto vacío donde nunca llegaba a la vendita ventanilla para despachar el equipaje. Llegué con el último llamado después de haber dejado el champú, la crema y el perfume queme había comprado en la Argentina. Iba a París sin perfume, sin mis pequeños recursos para parecer elegante en esa ciudad de la moda y el glamour. Tenía bronca pero la rabia no me impidió dormir durante las dos horas de viaje y despertarme somnolienta en una ciudad lluviosa, bajar del avión con alguna emoción y empezar a pensar como llegar hasta el hotel.
No fue difícil porque en la puerta paraban unos micros que solo viajaban con pasajeros sentados y uno de ellos tenía como última parada Les champs Élysées. Frente a un grupo de franceses un tanto indolentes yo descubría la ciudad. Monparnase, las callecitas abiertas, la encontré fascinante con su arquitectura perfecta, la torre Eiffel que se mostraba esquiva, todo me gustaba. Me gustaba esa manera clásica, elegante de unir lo moderno con el pasado y esa personalidad tan marcada que tiene Paris, en sus edificios, en su manera contundente de ser ciudad de sostener un estilo entre los carteles que pasan publicidades como películas.
Me bajo junto al arco de triunfo y pregunto por la calle de mi hotel que queda a dos cuadras. Estoy cansada, arrastro la valija pero no puedo dejar de mirar. Ese será mi barrio por un tiempo que me resulta único. Es raro como un viaje, una ciudad puede absorberte tanto que te lleva a olvidar tu vida en La Plata y Buenos Aires, tus ocupaciones. Yo estaba allí como si siempre hubiera estado.
Mi francés funcionaba a medias y con la chica del hotel decidimos hablar en castellano. Hasta las dos de la tarde no podía entrar a mi habitación pero si podía dejar las valijas y empezar a recorrer. En zapatillas, sin bañarme, despeinada y con la ropa de un día entero de viajes me puse a conocer la Avenue de les Champs Élysées. Recoleto lugar conde los negocios de Cartier y Louis Vuitton ocupan un edificio. Paris también es esto, sus casas de moda, sus joyas y sus mendigos, como el que encontré en las esquina de mi hotel instaladísimo con su colchón. Había varios en la avenida de los Champs Élysées y supongo que debe ser un dato nuevo para ese París de la opulencia que desfilaba entre montones de turistas.
Por su puesto que adoro el arco de triunfo porque cada mañana, cuando salía del hotel parecía que me recibía, abierto entre la lluviecita leve y yo sentía que era la señal de un pequeño triunfo. ¿Cómo los franceses no van a ser arrogantes si tienen a cada paso monumentos que los convencen de su grandeza?
En esa avenida había de todo. Mujeres elegantes y oficinistas que se sentaban a comer sus baguettes en los bancos porque seguramente no podían pagarse en almuerzo en los bonitos bares de la avenue. Los cafés franceses son los mejores. Allí pase mucho tiempo, eran mi gabinete de observación, mi trinchera.
Entro al café de la Belleville. Los mozos visten de marineros y el lugar es azul. Elijo una de las mesas ubicada en esa especie de galería de vidrio y techitos firuleteados que arman los parisinos para poder comer en la calle en invierno. Me gusta como ponen las sillas y las mesas una al lado de la otra en fila, como la gente está muy junta sin mezclarse en la privacidad de cada mesa, me gustan esa sillitas coloredas tejidas de una especie de mimbre que al tocarlo parece plastificado. Me siento tratada como una reina. El mozo francés es un personaje en sí mismo, una profesión que no está degradada y desvalorizada como en la argentina sino que tiene su impronta. Los bares franceses están entre los más bellos del mundo y tienen que tener para atenderlos a hombres y mujeres que reflejen claramente el ser francés. Y allí están ellos manejando la situación. Te dicen donde te tenés que sentar( situación que me llevó algunas veces a irme del lugar) es que los franceses tienen una personalidad arrolladora, una manera de desplazarse que los vuelve reconocibles entre la infinita cantidad de no franceses, de no parisinos, en realidad, porque estoy hablando de París. De sus mozos ceremoniosos y estridentes, que te tratan como en la corte pero sin ser cortesanos, que no son una figura invisible y servil sino los dueños de ese territorio, que te hablan en inglés o en castellano cuando reconocen un acento que no es propio y que te entregan el tiquete de la cuenta en el mismo momento que te sirven la comida y te desean “bon apetit”.
Este marinero me trajo un plato tipo fuente. En el centro había una ensalada de tomate, lechuga y demás verduras y en los costados cuatro sandwich cortados en triángulos dobles que tenían pollo, huevo y un montón de verduras y queso. La abundancia francesa a la hora de servir la comida es una señal de que ellos no se andan con chiquitas. Yo comía y miraba esa avenida coqueta donde desfilaban africanos, asiáticos, muchas mujeres islámicas, árabes, turistas, no turistas, franceses del interior, europeos, latinoamericanos y las mujeres francesas tan seguras de si mismas, veinteañeras despectivas como en las películas de los años sesenta. Una ciudad donde todos somos un poco extranjeros y tal vez por esa razón parece fácil habitarla.
Vuelvo al hotel. La habitación me gusta enseguida. Si bien la ventana me deja un poco encerrada entre los restos de una construcción que parece abandonada o suspendida, el lugar tiene dos armarios, una cama enorme, un escritorio, una heladerita con bebidas, una cafetera, vasos, tasas y un baño con ducha para refutar el mito de los franceses roñosos. Cuelgo la ropa porque soy una chica ordenada, me visto del modo en que me gusta caminar por País y voy hasta el arco de triunfo, a subirme a uno de esos micros rojos con terraza, una excursión para conocer la ciudad que paran justo allí.
No pensaba conocer París de esta manera pero estoy cansada y me parece que me va a permitir orientarme en una ciudad que es bastante laberíntica. Lo bueno era que por veintisiete euros yo podía usar ese micro durante dos días seguidos y tómamelo donde lo encontrara.
Recorremos la Plaza de la Concordia y ya me empiezan a poner nerviosa un grupo de turistas  colombianos que no paran de hablar. Una chica japonesa no puede cerrar el paraguas. Yo la ayudo enseguida y me sorprendo por mi repentina facilidad con los objetos, la chica se asombra porque hacía rato que peleaba con el paraguas y me dice gracias en inglés. Me acuerdo que en Rayuela decían que traía buena suerte tirar un paraguas roto en el Sena.
Me encanta el Sena y la torre Eiffel. Antes de llegar a París me parecía una tontería ir a ver esa torre de hierro pero cuando la tuve cerquita y pude ver el trabajo en detalle, ese bordado minucioso me di cuenta que era un símbolo muy claro del espíritu francés. La paciencia en el detalle y la extrema fortaleza, la monumentalidad para mostrar quienes son y todo lo que pueden ser.
Llegamos a Notre Dame y allí me perdí. Me di cuenta que el micro se había ido y yo entre las ferias y los bares que mostraban su pastelería para la tarde. Encontré uno que parecía el más antiguo, el que expresaba más dulcemente esa tristeza de Notre Dame.
Allí me hice devota de los croissant. Había muchos jóvenes que hablaban de sus cosas y unas turistas norteamericanas que se reían. La gente le daba colorido a los tonos marrones, a los espejos viejos. Me gustaba estar entre esa rareza, entre los tonos festivos de los turistas. El mozo era un hombre extrovertido, alegre y ceremonioso que atendía sen dejar de ordenar las  mesas que estaban vacías. Por esa zona tenían la costumbre de hablar desde lejos, como vociferando, sería una manera de mostrar su dominio del lugar y el trazado que hacía de ese territorio.
Es muy inquietante ver en París como la cotidianidad se mezcla con el mundo siempre novedoso del turismo, como se puede estar en dos tiempos o en millones de tiempos. Como la actualidad habita el pasado permanentemente, como lo histórico fascina al turista como si se tratara de un espectáculo. El dolor de Notre Dame hecho fiesta en las cámaras de fotos.
Cumplo con mi promesa de recorrer Paris por puro instinto y me dejo llevar por cada sitio donde me parece que ocurre algo que me convoca. Mi primera impresión de Paris fue la de encontrarme con una ciudad que siempre me estaba proponiendo algo, que no me permitía parar a descansar. Sin saberlo llegué a Saint Germain des Pres, un barrio que me enamoró. Los pasajes que me había alertado Dardo Scavino, las chicas cargadas de baguettes, los bares llenos de jóvenes como si fuera un sábado a la madrugada. En París todos parecían lanzarse a la ciudad, había como un arte de vivir que se mostraba en la manera de presentar las vidrieras, de ver a la gente haciendo cola en teatritos desconocidos. Los franceses parecen sumarse a la búsqueda de los turistas por encontrar novedad, fascinación, entretenimiento en todas partes. A las ocho de la noche filas de solitarios compran comida en los mc donals o en las panaderías.
Caminando encuentro el Café de la flore, me cruzo con él como pasa con los hechos del destino y entiendo por qué me sentía tan bien en el boulevard Saint Germain, estoy en el barrio de los existencialistas. Me doy cuenta que hay un montón de jóvenes, de chicas solas ocupando mesas y me animo a sentarme aunque ya sea de noche. No puedo postergar las cosas, estoy de viaje y toda mi vida quise conocer ese lugar donde Simone de Beauvoir pasaba sus horas. En París la soledad no llama la atención. Nadie te molesta ni te mira con maledicencia. Hay muchas chicas que llegan solas y saludan a los mozos y parecen estudiantes de la Sorbona, artistas. Hay mucha gente, muchas voces aunque es martes. La gente sale mucho en Paris. Es de noche y pienso en los modos en los que el pasado puede hacerse moderno.
Cuando salgo el Boulevard Saint Germain esta desierto. Para volver al hotel tengo que cruzar el Sena y entonces recurro a uno de esos taxis negros con luz verde, que casi siempre están conducidos por un africano y veo la torre Eiffel iluminada y pienso que en París  la noche en  es estridente.