lunes, 26 de abril de 2010

Este miércoles en la Feria delLibro


Este miércoles 28 de abril voy a participar de una mesa en la Feria del Libro, en el marco de las II Jornadas Nacionales de Investigación y Crítica Teatral, organizadas por Aincrit, la asociación de crítica y teoría teatral a la que pertenezco.

El encuentro será a las 13: 30 en la Sala Alfonsina Storni: Nueva(s) dramaturgia(s) del teatro en la Postdictadura. Coordina Araceli Arreche. Participan

Alejandra Varela: La escena sin sujeto: La desaparición del personaje en la dramaturgia de los noventa
Laura Ferraris: Buscar allí en donde el amor se hace
Araceli Arreche, Silvia Sánchez Urite, Melina Alfaro, Ramiro Guggiari : Dramaturgia (s). Acercamiento a la noción desde una perspectiva histórica
Mi exposición no será exactamente la que sigue a continuación pero abordará algunos de estos temas

Sobre el teatro político:
Pocas veces, cuando se piensa la relación entre teatro y política, se hace un uso acertado de este último término. Por lo general, en el arte la política poco tiene que ver con la temática elegida, con el abordaje de alguna conflictividad social, sino con la posibilidad de pensar la obra estética más allá de la mera disciplina. El arte político es aquel que nos permite una mirada novedosa sobre la realidad ya conocida, aquel que aporta un modo diferente de pensar lo cotidiano. De este dato se desprende la posible originalidad de una obra.
Los dramaturgos surgidos en los años noventa impregnaron la escena nacional de despolitización.
La despolitización de ese teatro se explica desde la obsesión casi única por indagar sobre los procedimientos pensándolos desde un armado formal y no narrativo. Se trataba de un teatro meramente subjetivista donde los dramaturgos parecían no entender lo que pasaba a su alrededor y esta incomprensión era producto de un desinterés, un desentendimiento de lo político. Había en ese estado algo que escapaba a una decisión personal. La despolitización era la marca de época y ellos fueron sumisos a esa moda.

Una realidad inexistente:
La realidad (entendida como el escenario donde se desarrollan las acciones que vuelven concretas las relaciones de fuerza entre los distintos sectores sociales) había sido reemplazada por el espacio de lo simbólico. Esa política real, donde los distintos grupos sociales podían presionar con su acción sobre ciertas decisiones de poder, ya no existía más. Menem era la prueba contundente de una política simbólica, mediática, donde la corrupción reemplazaba a la negociación y donde el estado era un mero recurso formal. Con su discurso vacío, Menem destruía la política y sus adversarios debían apostar a intervenciones mediáticas donde denunciar la corrupción.
El teatro acepta esta teoría acríticamente. Se desentiende de la realidad, considera que nada pasa más allá de sus búsquedas estéticas y crea un teatro basado en los procedimientos. Se instauran una serie de recursos estéticos pensados como novedosos que no encierran ninguna narratividad, que trabajan desde el efecto, que generan un teatro para especialistas donde el público debe aceptar las preocupaciones e intenciones de los autores, como propias.
El público, que asistía a las funciones de estos autores y conformaba un número, una cantidad nada despreciable, no existía como concepto en el armado de las obras. El componente social del teatro que obliga a generar mecanismos para que el espectador sienta la necesidad de permanecer y de terminar de dar narratividad al relato, era totalmente desestimado. El público no era tal, sino un grupo de especialistas que debían aceptar y comprender obligatoriamente todo aquello que se presentaba ante sus ojos porque si no eran considerados ignorantes y retrógrados sobre un hacer teatral que exigía su aceptación.
Así como el pueblo era prescindible para hacer política, el concepto de espectador también era, de algún modo, prescindible desde su concepción.
Pero éste no es el único elemento que el teatro de los noventa absorbe de la dramaturgia menemista. Muchos autores, como fue el caso de Rafael Spregelburd, tomaron con humor el patetismo cotidiano en sus obras, no para quitar esa solemnidad, esa lagrimita, ese espíritu quejoso que la parodia supo romper con tanta inteligencia, sino para digerirlo, para tragarnos una vez más una escena sin apelar a ninguna actitud crítica.
Que en la nueva dramaturgia el conflicto se volviera inexistente no era una simple referencia beckettiana, porque en las obras de Samuel Beckett el conflicto existe como materialidad pero los personajes no lo encarnan, de este modo no se desarrolla la acción pero la tensión que se instala en escena entre ese conflicto sin sujeto y esos personajes inactivos, hace visible aquello que debería pasar y, en realidad, no ocurre. En la dramaturgia de los noventa el conflicto directamente no existía y los personajes, sin deseos y sin objetivos, se dedicaban a hablar. El discurso no tenía relación con lo real, ni su parlamento adquiría algún valor objetivo frente a lo real de la escena.
Por lo general, en la historia del teatro, hay una relación asombrosamente idéntica entre la acción de los personajes en escena y la acción del hombre en sociedad. Más allá de las diferencias estéticas e ideológicas. La acción social predominante en una época se ve reflejada (aún de formas diferentes) en las obras teatrales. El realismo se corresponde con una etapa donde los hombres creían que su participación social podía cambiar la realidad, el teatro del absurdo surge partir del nihilismo europeo frente al fracaso de las revoluciones del este y el desencanto ante las atrocidades que el hombre podía producir bajo el imperio de la racionalidad occidental.
El teatro de los noventa estaba en el mismo plano que cualquiera de esos sujetos graduados en la escuela para ciegos que menciona Tennessee Williams al comienzo de “El zoo de cristal”. Buen ejemplo el de Williams y Arthur Miller. Ellos anunciaban en los años cuarenta que el sueño americano era una mentira cuando ese slogan propagandístico no era tan transparente como ahora. También Williams nos mete en “El zoo de cristal” en una casa de clase media, con una vida familiar donde, en apariencia, el conflicto a resolver es casi cursi pero, lejos de aislar a estos sujetos en su drama, hace entrar lo político por todas las hendiduras. Los sujetos están absolutamente determinados por su capacidad para sobrevivir.
¿Qué significó en los noventa eliminar el conflicto y crear personajes que le corrían el cuerpo a la acción? Podríamos decir que fue un claro reflejo de la realidad política de esa época. Sí, pero hay dos factores para precisar con respecto a este tema: en primer lugar el carácter mimético. ¿En qué se diferencia Spregelburd de Roberto Cossa si no puede elaborar una situación real y sólo se limita a ilustrarla en escena (convengamos que exponer la inacción con un actor que no hace nada como recurso es bastante pobre)? Y, en segundo lugar, el rasgo más importante: esa situación es naturalizada en escena, de modo tal que la inercia de los personajes no es discutida sino aceptada como algo totalmente familiar que no marca reflexión alguna.
El relativismo es un elemento clave para entender mucha de esta Nueva Dramaturgia. Todo lo que se dice puede ser falso y toda situación puede ser cualquier otra. En realidad ocurre algo más importante. No hay criterio de verdad o mentira. Suele ser bastante común en esta dramaturgia que lo que ocurre en escena no determine lo que lo que va a pasar en la siguiente, o que ocurran dos situaciones que son absolutamente imposibles: un personaje que muere en una escena y aparece vivo en la escena siguiente sin que esto marque el código ni la narratividad de la obra. En “Faros de color” de Javier Daulte, un matrimonio vuelve a su casa después de una fiesta y llama a la veterinaria par a que atienda a su perro. Finalmente el matrimonio se va y la veterinaria es la dueña de la casa pero nada, en el desarrollo de la historia, hace de este dato un hecho dramático. No hubo un cambio. Las dos situaciones tenían el mismo valor de realidad.
Hay, a su vez, una idea de presente permanente. Lo que ocurrió en la escena anterior no trae consecuencias en la siguiente, no hay sentido temporal, la situación vuelve a empezaren cada escena negando, olvidando lo anterior. No hay idea de lo histórico, siempre se está en el presente.
Nada deja huellas, todo puede negarse y olvidarse. Lo que digo puedo desmentirlo al día siguiente sin que esto signifique una incoherencia. Me saco de encima la carga de los hechos, es tranquilizador pensar en un mundo donde no tenga que rendir cuentas de nada. El terreno de la impunidad absoluta.
El desenfado es la norma. Nada me importa, puedo decir lo que quiera, no por rebeldía, sino por una razón contraria: en la rebeldía el sujeto encierra algún interés, hay algo que importa y algo que se quiere derrumbar; acá nada importa, todo se hace por capricho. La desestimación de lo importante frente a la inmediatez del pequeño mundo cotidiano, está hablando de una imposibilidad de enfrentarse a lo real. La subjetividad se vuelve un dato absoluto que ha cortado toda posible relación política con el afuera, entendida como la materialidad de un conflicto.
Lo terrible se convierte en banal. Es el resultado de una situación disparatada, falsa desde su inicio, sabida como falsa pero creída por quien la vive, quien termina realizando un acto oscuro pero gracioso porque no hay sustancia en lo que ocurre. Nada, de todo lo grave que puede hacerse, tiene consecuencias. No importará, entonces regalar una hija porque en la escena siguiente ella estará con su madre sana y salva (como ocurre en La inapetencia de Spregelburd). Los personajes pueden hacer cualquier cosa porque nada traerá castigos, ni premios, es la expresión máxima del relativismo. Nada importa, de todo podemos salir airosos.
Todos estos elementos coinciden, de manera apabullante con las bases de la ideología menemista. En este sentido podríamos pensar dos cosas: en primer lugar ¿se puede hablar de vanguardia cuando la ideología que emana de estas obras coincide, descaradamente, con aquella que propagandiza el poder? Porque en este sentido hay algo muy importante a aclarar. No es que los nuevos dramaturgos problematicen esta ideología, la asumen acríticamente y esto es posible gracias la despolitización que los invade.
Muchas veces se ha hablado de la despolitización desde un lugar desprejuiciado, como una elección critica que trata de sacarse de encima el peso de las generaciones cargadas con su arsenal de denuncias. Pero esto no es así. En la Argentina actual la despolitización no es una elección, es el resultado de una estrategia política que comenzó con la dictadura y tuvo su punto de gloria con el gobierno de Menem. Por lo tanto lo que estos dramaturgos hacen es normalizar una vez más esta ideología menemista para que el espectador la digiera y la acepte. Aquí hay una lógica mimética muy similar a la del realismo.

domingo, 25 de abril de 2010

La conquista de la libertad


Pertenezco a la misma generación que Marcela y Felipe Noble. No tengo dudas sobre mi identidad, un dato que en nuestra historia es casi una señal generacional para quienes nacimos durante la dictadura.

El caso de Felipe y Marcela tiene muchos puntos en común con las historias que se relataban dentro de la tragedia griega. El primer título, casi obvio, es el de “Edipo” de Sófocles, donde el rey de Tebas tenía que descubrir quien había sido el asesino del anterior rey, muerto días antes de que Edipo llegara a la ciudad. Decidido a enfrentar la investigación Edipo descubre no sólo que él es el asesino sino que Layo, el rey muerto, era su padre. Edipo desconocía su identidad porque sus padres, Yocasta y Layo, al recibir las predicciones del oráculo que auguraban que Edipo mataría a su padre y se casaría con su madre, lo mandaron a matar para que no se cumpliera tan terrible destino. Uno de sus sirvientes se apiadó del bebé y lo entregó al rey Polibo. Edipo desconocía que no fuera hijo biológico de Polibo y durante toda la obra se cruzan tres niveles de conflicto. El conflicto social ¿quién asesinó al rey? El conflicto religioso ¿se cumplen realmente las profecías del oráculo? y el conflicto íntimo: ¿quién soy? ¿cuál es mi verdadera identidad?

El héroe tiene una característica indispensable para que su drama intimo se convierta en un asunto público. Es alguien que pertenece al poder. El caso de la apropiación de Marcela y Felipe tiene un valor más significativo que cualquiera de los otros casos de niños apropiados. Quien se apoderó de esos niños es una de las mujeres más poderosas de la Argentina. Por esa razón la resolución del caso atañe a toda la sociedad. No sólo por eso. La apropiación de menores formó parte del terrorismo de estado y es un delito. Como crimen de lesa humanidad debe esclarecerse. Pero la resolución de este caso dirá mucho más sobre el poder y sobre el funcionamiento de la dictadura, sobre su permanencia en distintos sectores económicos y sobre la conversión de los grandes monopolios mediáticos en nuevas estrategias del fascismo.

La aparición de una solicitada y una grabación televisiva que tenía la firma y la presencia de Marcela y Felipe fue un dato que contribuyó a la exhibición pública de los mecanismos de la apropiación.

Cuando leí la solicitada en Página/12, por la mañana, lo primero que pensé fue que en ese texto se trataba de construir a seres de una sola pieza. Vendrán después las investigaciones sobre los publicistas y abogados que redactaron ese texto pero la primera evidencia para mi estaba en la exagerada prolijidades del relato. Lo más lógico es que cualquier persona que esté atravesando el drama que viven hoy Marcela y Felipe se enfrente a una cotidianidad plagada de contradicciones. En el texto, por el contrario, no había fisuras. Eran seres que no parecían encarnar un conflicto, absolutamente planos, despojados de una subjetividad histórica que les diera presencia, singularidad en ese texto. La mentira estaba en esa pulcritud, en esa unilateralidad, en esa ausencia de contrastes.

El héroe griego también era una persona de una sola pieza. Imposible, irreal pero creíble por la certeza absoluta de estar defendiendo una acción con sentido que era más importante que su propia vida. No temía dar batalla a adversarios enormes, imbatibles como los dioses, porque consideraba que su combate cambiaría las relaciones de fuerza.

El caso de Felipe y Marcela es el negativo del héroe griego. En la grabación televisiva que pude ver por la noche se mostraba a dos autómatas. Es increíble observar como personas que pueden montar la más sofisticada de las estructuras para crear los mundos que se les plazca no pudieron ver algo tan claro. esos jóvenes expuestos como pilotos suicidas dejando un mensaje a la posteridad antes de inmolarse, eran la prueba más clara del delito de Ernestina Herrera. sólo alguien que le arrebató la identidad a dos personas puede ofrecer esa prueba contundente de borramiento de la singularidad. Marcela y Felipe no pudieron ser dueños ni de sus propias emociones , no se les permitió decir simplemente lo que sentían. No sólo no había verdad, no había libertad, parecían dos presos obligados a testimoniar en su contra. Esta claro que lo que a ellos les pasa no importa, lo esencial es salvar a Ernestina Herrara del escándalo y la cárcel. Ellos son sólo un instrumento cuya palabra también está secuestrada.

¿Qué pasaría si Felipe y Marcela hablaran sin guion? Tal vez se animarían a decir algo diferente a o que le gustaría escuchar a la dueña del monopolio. Tal vez ya ni saben lo que quieren y dirían lo que se les ha enseñado.

El héroe griego es tal porque se decide a asumir el conflicto hasta las últimas consecuencias. Marcela y Felipe deberán en algún momento animarse a dar ese paso para convertirse en sujetos.

domingo, 18 de abril de 2010

Medalla de asesino


Juan Gasparini me envía un mail donde me cuenta de su solicitud a la autoridades francesas de quitarle al genocida argentino Ricardo Cavallo la Orden de Mérito en calidad de oficial, otorgada supuestamente a raíz de sus presuntas actividades diplomáticas en Paris hasta 1980.

En los años de la dictadura Cavallo se desempeño como represor en la ESMA, donde cometió múltiples asesinatos, torturas y desapariciones por los que está siendo juzgado actualmente en nuestro país pero alternó su accionar local con la dictadura con las actividades de expansión de la estrategia del terrorismo de estado puertas afuera.

Juan Gasparini es un periodista argentino que fue sobreviviente del centro clandestino de detención que funcionaba en la ESMA. Por estos días considera contradictoria la decisión de condecorar a un hombre que en pocos días será condenado por crímenes que trascienden fronteras de tiempo y espacio. Mucho más si se toma en cuenta que entre los crímenes que se le imputan están los de las monjas francesas.
Durante esos años Cavallo fue agregado naval adjunto en Francia pero se hizo tiempo para actuar en el sector de operaciones del Grupo de Tareas 3.3.2. que funcionó en la ESMA donde fue conocido como “Sérpico”. Se infiltraba entre universitarios y después los secuestraba. Se lo relaciona con, al menos, 227 desapariciones y 110 casos de tortura y secuestro.
Cavallo fue detenido en México en agosto de 2000, extraditado a España en el 2003, donde la justicia autorizó la extradición a nuestro país en el 2008. “Sería contradictorio que Cavallo, que seguramente recibirá una condena de cadena perpetua en 2010 por crímenes como la desaparición y asesinato de dos monjas francesas, Alice Domon y Leonie Duquet, entre muchos otros, vaya a purgar su condena en la cárcel con una condecoración en su pecho entregada por Francia’’, valoró Gasparini.
Gasparini permaneció en la ESMA entre 1977 y 1978 y fue liberado al cambiar la jefatura de la Marina argentina. Hasta el día de hoy recibe en Suiza.

domingo, 11 de abril de 2010

Capital Intelectual


Martín Caparrós aspira a convertirse en un maldito y escribir sobre él tal vez ayude a alimentar ese personaje que se empeña en construir hace años, a tal punto que uno no puede dejar de preguntarse ¿Cómo será el verdadero Caparrós? ¿Se manejará de ese modo soberbio, superado y cínico las veinticuatro horas del día? Pero el propósito de este texto es tratar de erosionar esas palabras que Caparrós suelta con tanta liviandad. Justamente, lo que me interesa es hablar de la superficialidad en la boca de un intelectual.

Caparrós es uno de los pocos intelectuales que no sólo acepta ir a la televisión como invitado sino que ha elegido a ese soporte como un espacio para desarrollar sus ideas. Se maneja con soltura en ese medio, entiende de que se trata ,suelta frases claras, para nada intrincadas y además juega con el efecto, con la palabrita dicha para producir escándalo. No le interesa que su pasaje por los medios resulte imperceptible pero tampoco aprovecha la pantalla para tratar de brindarle nuevas herramientas de pensamiento al espectador , está lejísimo de la actitud pedagógica de José Pablo Feinmann. Caparrós no quiere destacarse por su erudición, ni por la posibilidad de ilustrar desde un lugar culturoso un estudio de tv, no busca diferenciarse de cualquier figurita televisiva diciendo algo más inteligente, más profundo o aportando algún conocimiento para el gran público. Para Caparrós ser un intelectual en la televisión implica salirse del sentido común, decir lo que los demás no se atreven y, por sobre todo, quedar por encima de los demás. A Caparrós le importa señalar que él no es uno más del montón sino que se ríe de todo y no cree en nada pero se preocupa muchísimo por provocar escándalo. Es como si creyera que está rodeado de puritanos y él es el zarpadito que va venir a profanar el sacro mundo de la televisión.

Hubo tres intervenciones que realizó Caparrós hace una semana en el programa TVR que merecen algunos comentarios.

El día anterior a su visita a canal 9 había sido dos de abril y por ese motivo la producción del programa había armado un informe sobre la guerra de Malvinas que incluía imágenes de archivo de los jóvenes soldados en el campo de batalla, cantitos de los oficiales ingleses, palabras de Margaret Thatcher y testimonios de ex combatientes que despertaban la emoción al más duro. Como también había aparecido la presidenta Cristina Fernández, su discurso en Tierra del Fuego y sus últimas intervenciones en política internacional sobre Malvinas, Caparrós habló de la estrategia de malvinizar al país cuando se atraviesa una crisis. Se trataba de un recurso al que habían apelado tanto Galtieri como Cristina Fernández para recuperar su imagen. Los más informados habrán leído este mismo “razonamiento” en una nota de opinión de Eduardo van der Kooy en Clarín. El ingenioso intelectual Caparrós se traga el casete de un periodista del establishment. Algo no encaja. Sobre el concepto en sí creo que tratar de refutarlo es, de algún modo, legitimarlo. Comparar la acción de Galtieri de declarar una guerra y desarrollarla del modo más irresponsable del que se tenga memoria, no puede ser jamás igualado a la política diplomática de una Presidenta que obtuvo el apoyo y la legitimidad de todos los países de Latinoamérica, incluso de aquellos que fueron colonias británicas, para reclamar por nuestra soberanía y denunciar un enclave colonial. Caparrós se ríe de una brillante política internacional para decir que se trata de un modo de recuperar imagen. ¿Qué tendría que hacer entonces Cristina Fernández? ¿Desentenderse de Malvinas ?¿No sólo dar por perdido ese territorio sino rifar nuestra dignidad como país callando la explotación de petróleo que se hacen en nuestras islas? Caparrós sostiene que se trata de una impostura porque el gobierno no se preocupa por cuidar el territorio que sí tenemos.Caparrós resalta con colores estridentes lo que falta pero oscurece todo aquello que se hace. El mundo que él crea en su discurso es claustrofóbico. Lo que hacés no tiene valor porque todo lo que no hacés es más importante. Entonces el camino que queda es o hacemos todo o directamente no hacemos nada. Se trata, en el fondo, de un pensamiento que socava la idea misma de acción.

Su última frase sobre este tema fue tal vez la más despreciable. ¡Qué suerte que perdimos esa guerra! Alguien podrá justificar a expresión de Caparrós diciendo que de haber ganado la guerra los militares se hubieran eternizado en el poder pero yo en es momento me puse a pensar en los hijos de los ex combatientes a los que tuve la oportunidad de entrevistar , en sus padres que nunca olvidan a lo caídos. Creo que esas frases son posibles en personas que no están acostumbradas a poner el cuerpo, en seres ahistóricos que no miden la historia desde los dolores y las perdidas. La postura de Caparros es la del egoísta que antes que el respeto al dolor del otro pone su propia necesidad de ser irreverente.

En esta misma línea, Caparrós hizo causa común con Luis Zamora al afirmar que los Kirchner no tienen historia dentro de los derechos humanos, que los usan y usurpan políticamente y que, se ocupan de los derechos humanos de los setenta y no de la actualidad. Cuestionado acertadamente por uno de los conductores con el argumento de que los juicios y la institucionalización de la política de derechos humanos no le da votos al kirchnerismo (yo creo que el costo político es mucho mayor que el beneficio) Caparrós consideró que era cierto y en un momento pareció quedarse sin argumentos pero después sacó de la manga la carta de Barcelona. Es fácil llevar al banquillo de los acusados a los militares ahora porque no tienen poder, es un costo menor sacar chapa de progresista por ese lado porque no te tenés que enfrentar a ningún poder económico importante. El caso de la apropiación de Felipe y Marcela Noble y de Papel Prensa refutan escandalosamente este argumento de Caparrós pero no sólo eso. Si los militares no tuvieran poder, si llevarlos a juicio no significara nada, no habría desaparecido Julio López. Por otro lado es una obviedad que para condenar a quien cometió crímenes de lesa humanidad desde el poder, primero tenés que sacarle el poder. Pero más a fondo yo diría que es imposible defender “los derechos humanos de los setenta” sin darle un valor a los derechos humanos desde el presente. En primer lugar porque no se trata de una tarea arqueológica, de un viaje en el tiempo, esta acción se está haciendo hoy y tiene implicancias hoy, nos dice algo sobre el modo que nos plantamos en nuestra realidad. La división la realiza Caparrós en su discurso pero en la realidad no tiene entidad. Incluso él está cometiendo un error extremo al considerar que el terrorismo de estado fue instrumentado exclusivamente por los militares cuando el brazo ideológico y el verdadero artífice del terror estuvo en manos de los sectores económicos.

Puede ser verdad que los Kirchner no hayan tenido ninguna intervención concreta en la política de derechos humanos hasta el 2003 pero creo que en estos siete años se pusieron al día. A mi no me interesa ni juzgar la vida de una persona ni ser indulgente con nadie. Creo que hay momentos donde tenemos la oportunidad de definirnos y de aprovechar el poder que tenemos para instalar ideas y decisiones. Cuando los Kirchner llegaron al poder le dieron a los derechos humanos la categoría institucional y lo acompañaron de acciones riesgosas que quedaran en la historia del país. Ellos se animaron, otros pudieron hacerlo y no lo hicieron. Si a Zamora o a Caparrós les da envidia es un problema que tendrán que resolver con sus respectivos terapeutas pero no tienen ningún derecho a desmerecer una decisión de estado que es ejemplar en el mundo.

Dejo par el final la famosa frase sobre el Ministro de Economía, no porque la considere la más importante sino porque revela el nivel de idiotez al que se puede llegar cuando uno se propone ser más vivo que el resto. Según Caparrós, Amado Boudou es un nabo porque nunca fumó marihuana. Caparrós tuvo el privilegio de estudiar en la Sorbona y cuando tiene la posibilidad de estar hablando frente a una cámara hace una declaración de adolescente descerebrado. Esa frase no merece ser discutida porque atrasa cincuenta millones de años. El propósito de Caparrós era desestimar a Boudou como desestimó a los Kirchner. No importaba el porro, lo podría haber hecho con cualquier otra cosa. La inteligencia superior de Caparrós no le permite ver que, al querer desmerecer a personas que han demostrado su capacidad, su inteligencia y su valentía como dudo que él pueda hacerlo, recurre a mecanismo que lo ubican al mismo Caparrós en un lugar poco inteligente. Llegar a decir una tontería semejante para afirmar que Boudou es un ser falto de curiosidad fue, de algún modo degradarse él mismo.No por el contenido de la frase sino porque esa expresión carece de inteligencia. El talento de Cristina Fernández ha despertado tanta envidia en los intelectuales que los ha llevado a un lugar donde conspiran contra su principal capital: el pensamiento. El jueves Vicente Palermo (una persona por la que siento estima) estaba nervioso, dubitativo, incómodo en los estudios de TN. Rifando su propia inteligencia lo único que van a conseguir es que la imagen de Cristina Fernández brille más.

El mayor temor de Caparrós es reproducir el sentido común. Lo que no está para nada mal pero cuando lo escucho me pregunto ¿qué será para él el sentido común? Jamás se habría animado a expresar una frase tan simple como la de Feinmann cuando declaró que tal vez ahora si íbamos a ganar ¿quienes? las buenas personas. Cada día me convenzo más de esta simpleza ,que se trata de un problema de buenas o malas personas y no de kirchneristas y antikirchneristas y le agradezco a Feinmann haberse animado a decir una frase que no te da chapa ni de iluminado ni de maldito. Y tal vez el error de Caparros sea el de equivocar el lugar de la transgresión. Para que exista transgresión tiene que haber una prohibición y hoy cuestionar al gobierno nacional no es un límite, es el lugar común. La prohibición pasa por decir una frase como “las buenas personas vamos a ganar” porque eso es meterse en una zona de desprestigio para un intelectual, es arriesgarse a quedar ridículo, sensiblero, simplista, hasta ingenuo. Yo me anoto del lado de Feinmann.

jueves, 8 de abril de 2010

Argentina, país sitiado por los medios



La Pérdida del pudor:
Ya no se trata de un fantasma sino de una presencia concreta y tangible. En el último tiempo los medios masivos de comunicación han optado por explicitar aquellos mecanismos políticos que durante muchos años sólo parecían mostrarse bajo el prisma del análisis más minucioso.
Se expone un discurso que ha perdido los pudores en sus manifestaciones racistas e ideológicas. Este detalle habla de un derecho ganado sobre la ciudadanía, de una permisividad de la población para aceptar estos discursos, de una afinidad que se ha construido en la reciprocidad de pensamientos.
Por otro lado existe una construcción de valores que pertenecen a un sector, universalizados, la imposición de objetivos de un grupo económico como un mandato que contiene a toda la sociedad. En este campo de ideas se agita la posibilidad de movilizar a los sectores medios. .La construcción mediática de lo real ha sido tomada por la mayoría de la sociedad como La Verdad. ¿Cómo fue posible esto? La estructura que sostiene el discurso mediático elimina el pensamiento. A todo lo que ocurre los medios le dan un nombre que fija la interpretación que se le da a ese hecho. Todo se focaliza en mostrar los componentes que afianzan esa afirmación, minimizando, desacreditando o ridiculizando aquellos datos que podrían cuestionarla.
Alain Badiou definió El Mal como el imperativo de nombrarlo todo. Frente al vacío, soporte del acontecimiento que no tolera nominaciones permanentes sino transitorias, El Mal sería el mecanismo que, al asimilar lo nuevo al terreno de lo ya conocido, corta ese fluir del pensamiento que permite hacer apuestas sobre lo que todavía no tiene nombre. El periodismo se apresura por señalar que los verdaderos ciudadanos libres son los que hacen tronar las cacerolas. Esos sujetos no responden a ningún devenir histórico que no sea el de su propio cansancio frente al conflicto, no tendrán intereses políticos, ni serán violentos.
Se observa, entonces, un desfasaje muy interesante. El discurso presidencial y el mediático están en dos planos completamente distintos que impiden un diálogo entre sí.
Mientras que Cristina Fernández le exige a sus interlocutores una acumulación de datos, de saberes políticos e históricos, de articulación ideológica y cierta dramaticidad política para llevarlos a escena, los medios, Alfredo De Angeli y buena parte de la sociedad, prefieren la simpleza, no entienden lo que ella dice y de alguna manera les irrita el desafío que les propone.
Los medios han generado mecanismos que le han permitido interpretar el pensamiento de los sectores medios y traducirlo a un discurso que le otorgue legitimidad a las fantasías más discriminatorias y reaccionarias que hoy pueden expresarse sin tapujos.
¿Qué ocurre con una sociedad que desconfía del discurso político pero no del mediático que puede tener los mismos niveles de ficcionalidad?
Antes hubo un proceso de despolitización, de desaliento, de desconfianza hacia todo lo político que fue propiciado, en gran medida, por el periodismo. En primer lugar porque su mecanismo apunta a una despolitización y a un vacío de pensamiento y tal vez el mayor ejemplo sea la explosión de las cámaras sorpresa durante los años 90.
Allí la transparencia que suponía el descubrimiento de un funcionario corrupto, reducía a la política a la develación de una ilegalidad y suponía que, ante su difusión, llegaría la justicia que pondría las cosas en orden. El ciudadano era un espectador privilegiado que se indignaba y esperaba las consecuencias. Pero el imperio de la impunidad construido por el menemismo se basaba en la ausencia total de causas y efectos. ¿Por qué nada cambiaba? Porque la política es la posibilidad de modificar el sentido de lo evidente. A la despolitización del periodismo el poder respondía con una política que reducía el campo de lo real y agrandaba el espacio de lo simbólico. El ciudadano espectador se desmoralizaba. Descreía de los políticos y confiaba en ese periodista que le había mostrado la verdad. Pero jamás la evidencia habría tenido lugar en la pantalla si mínimamente se sospechara que podía tener un impacto en el terreno de lo real. El periodismo de denuncia fue posible gracias a la impunidad. Es más, fue el complemento necesario para minar los hogares del más profundo escepticismo, del más contundente desencanto.
Ejemplos como el programa de Santos Biasatti o el “Proteste ya” de CQC, muestran a un ciudadano indignado que padece la negligencia institucional y sólo encuentra alivio a su sufrimiento cuando llega Santo, Malnatti o Gonzalito, como una suerte de súper héroe.
Al presentarse como los defensores de los ciudadanos, los medios han establecido un lazo con sus seguidores más sentimental que crítico. Los periodistas hacen lo que los ciudadanos no pueden hacer: increpar a los funcionarios, retarlos y hacerlos que cumplan con su tarea. Ellos se ponen del “lado de la gente”.
Se trata de una nueva versión de la catarsis que definía Aristóteles en su “Poética”. El periodista se identifica con el espectador y cumple con los deseos de éste, cuando la escena tiene lugar en la pantalla de televisión, el ciudadano realiza su descarga emotiva a partir de la acción del periodista que reemplaza su propia movilización, allí se daría el segundo paso. Aristóteles habla de descarga y contención de la emoción. La contención es posible porque el ciudadano delega su participación en el periodista. El objetivo de control social se cumple. La tragedia griega aleccionaba contra los riesgos de enfrentarse al poder (político o religioso) en los finales del siglo XX frenaban cualquier fantasía de movilización
Los medios tienden a justificar cualquier acción o reclamo de la sociedad civil y a demonizar al gobierno de turno. De esta manera los medios construyeron su credibilidad y utilizaron a ciertos periodistas con mucha llegada en la opinión pública para transmitir ideas que atienden a intereses políticos nada inocentes.
Este mecanismo llegó a su punto crítico con el lockout patronal de los ruralistas. En primer lugar porque para que los medios apoyen a un sector de la sociedad ésta tiene que mostrarse por fuera de los partidos políticos, es decir, tiene que estar profundamente despolitizada. Su reclamo sólo debe responder a sus intereses particulares. De hecho los implicados se preocupan por señalarlo permanentemente como un modo de legitimación.
Los productores agropecuarios no son un grupo despolitizado y tampoco son un sector de la sociedad civil. Son una corporación con una inscripción y una estrategia política que recorre toda la sociedad argentina. Los medios, debieron transformarlo en algo que no era: un grupo de chacareros laburantes que no querían perder el fruto de su trabajo. Un sector ajeno a la política. La cadencia de Bazán describiendo a De Angeli como a “un gringo de campo sencillo con el rostro quemado por trabajar al sol” avergüenza por el trazo grueso, la caricatura pero ¿cuántos habrán tomado este relato al pie de la letra? En esa construcción dramática que propone TN, parta muchos es más fácil identificarse con De Angeli que con Cristina Fernández.
Buscaron sumar a otros sectores de la población que nada tenía que ver con el campo para legitimar más su protesta. Si los ciudadanos que viven de su salario apoyan el reclamo de los ruralistas, algo de razón tendrán porque a su vez esa solidaridad los iguala con cualquier huelga de cualquier trabajador . La sociedad los asimiló de este modo y en base a esta idea construyó la identificación y los medios ayudaron a sostener una mentira.
Su respaldo está en que toda mirada crítica hacia los medios masivos de comunicación será interpretada como un ataque a la libertad de prensa. Basándose en este argumento buena parte del periodismo funda su autoridad. Al construir su condición de incuestionables, los medios establecieron una nueva forma de autoritarismo o, más precisamente, de fascismo donde apelan al carisma para delinear personajes que se esgrimen como voceros y representantes de los ciudadanos, cuya palabra es garantía de verdad. Muchos sujetos desconfiados del poder político, son simples devotos de estos personajes que corporizan intereses sectoriales, a veces de un modo más privilegiado que muchos funcionarios del poder institucional.
Pero un hecho mucho más llamativo permite iluminar otro componente más oculto de esta alianza entre los medios y el mundo campestre que compone la nueva derecha.
¿Por qué a ciertos intelectuales le molesta exageradamente el discurso de Cristina Fernández cuando, después de muchísimo tiempo, tenemos una Presidenta que es una oradora brillante?
Beatriz Sarlo, en una nota publicada en el diario La Nación, le señala a la Presidenta lo inoportuno de haber establecido una continuidad entre el golpe de estado del 76 y el clima destituyente durante el lockout, en su discurso del 25 de marzo del 2008. Y le reprocha: que “no era el momento adecuado para que la presidenta de la República esbozara su tesis historiográfica sobre la complicidad de cualquier sector de la producción agraria con el golpe militar.”
¿Por qué? Porque para alguien como Sarlo esto es crear un conflicto que sería mejor evitar. Hay algo de la peor apología del olvido en esta frase. Si el exceso de memoria puede llegar a traer consecuencias regresivas, lo que se respira en el texto de Sarlo es una apología del olvido que, muy subterráneamente, encierra la certeza de que la frase de la Presidenta se basa en una verdad. Es cierto que la sociedad rural es golpista, pareciera decir Sarlo, pero si de esa verdad hacés un discurso proclamando a los cuatro vientos estás demostrando que la discusión sobre el terrorismo de estado y los años 70 atraviesa distintas capas políticas y sociales, es compleja y no murió el día que Raúl Alfonsín se puso la banda presidencial, sino que pese al repudio de muchos sectores de la población , pese a la militancia de los organismos de derechos humanos, sigue viva y ha logrado armar nuevas estrategias. Si decís eso, si le das un sustento político, histórico, ideológico a esos actos que los medios definen como una manifestación de la sociedad civil, podés llegar a poner en crisis la amalgama fundamental de la despolitización que nos está dando muy buenos frutos.
El temor que genera el discurso de Cristina Fernández es el de poner en riesgo los enunciados que le dan vida a este nuevo fascismo. Los medios en su simplificación discursiva tienen atrapada a la población en una lógica que expresa sus deseos más individualistas.
No es oportuno traer la historia porque las pruebas y los razonamientos que este mecanismo implica pueden atentar contra la sustracción, ese procedimiento que todo lo vuelve tan fácil, tan carente de conflicto, tan neutral. Si después de todo sólo se trata de una Presidenta soberbia y de un marido testarudo.
Ese discurso con efectos que horroriza a Sarlo es un discurso político. Cristina Fernández sabe que sus palabras y sus acciones traen consecuencias.
En esa despolitización se funda la concepción de objetividad que los medios exhiben como garantía de verdad. Lo que ellos entienden como objetividad son los hechos despojados del factor político que les da un sentido en la historia. ¿O acaso no es objetiva la explotación infantil, el trabajo en negro y el robo de tierras que sistemáticamente realizan las cuatro entidades en pugna con el gobierno? ¿Por qué no se presentan los datos objetivos de la evasión impositiva o de las exportaciones realizadas en pleno lockout patronal?
Si se elegía TN para ver los discursos que Cristina Fernández brindó a lo largo del conflicto, se observaba como el canal dividía la pantalla: De un lado la Presidenta , del otro los piqueteros de Gualeguychú que funcionaban como una suerte de jurado de “Bailando por un sueño”. Ella hablaba para ellos y el gran interrogante, según el vergonzoso discurso de Bazán, era ver como reaccionaban los ruralistas.
Claro que Cristina Fernández no se hacía cargo de este escenario mediático y hablaba para todos los argentinos. Se tomaba su tiempo para cantar la marcha, homenajear a las víctimas del 16 de julio, darles un espacio a las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, articulaba hechos de la historia y permanentemente la transmisión del cable se ocupaba de hacernos sentir de mil maneras que todo eso estaba de más. La presidenta politiza todo lo que los medios intentan despojar de política. Frente a la reducción de un problema de intereses donde lo que hay que saber es si las retenciones siguen o no en vigencia, el gobierno carga de sentidos, de información, de explicaciones pero lo único que importa es que los ruralistas de Gualeguychú siguen en las rutas.
Lo que se desarma, lo que se destruye es ese lenguaje que intenta construir ideas. La descalificación que le sigue a todo discurso de Cristina Fernández, intenta señalar que allí no se ha dicho nada significativo.
Esa vuelta a lo político que se celebra a partir del gobierno de Néstor Kirchner tiene que ver, en gran medida, con la recuperación del espacio público como escenario para debatir las cuestiones de estado. Ya no exclusivamente las puertas cerradas que hacen del estado una mera formalidad, sino la palabra presidencial como un ritual cotidiano, el palco en la Plaza de Mayo y la necesidad de legitimar la acción con el pueblo espontáneo o no haciendo número pero con una preocupación por reconocer que el control de la calle merece la atención del gobierno de turno.
El conflicto, esa instancia que es vista como señal de debilidad y de caos, que es relatada como una figura insoportable para la retórica mediática, no es más que un signo de la valoración de la política. Cuando desde el gobierno se toma una medida que confronta con los intereses de un sector, existirá conflicto. Él es el que abre la posibilidad del debate sobre proyectos o modelos. Evitar el conflicto implicaría negar, no hacer visibles los caminos que hacen posible el consenso. Pero esta sociedad que se refugia en el discurso mediático, parece preferir la aparente calma de los acuerdos. Cuando el conflicto tiene lugar comienza el pensamiento, nos lleva a plantearnos si eso que habíamos naturalizado puede darse de otro modo, está obligando a la sociedad a volver la mirada sobre los hechos.
A esta apuesta la política mediática responde con una caída de la imagen presidencial como una suerte de extorsión. Hay que gobernar para las encuestas, hay que hacer “lo que la gente quiere”. Claro que quienes sostienen este discurso sienten un fuerte desprecio hacia toda forma de demagogia.
Durante los 90 los medios desacreditaron la palabra pueblo para atomizarla en nombre de “la gente” desperdigada en reclamos puntuales. Aquello que alguna vez tuvo la forma de lo político colectivo se limitaba a la experiencia más inmediata. Lo real era exclusivamente aquello que se situaba en lo lindante de mi cotidianidad. El otro dejaba de ser contemplado porque la vida se reducía a una experiencia de lo privado.
A partir de ese momento la violencia se instala como una nueva forma de sociabilidad. No se trata ya de hechos aislados sino de una naturalización de la violencia.
Las manifestaciones políticas que en los noventa tenían como escenario algún lejano lugar del sur o del norte del país, especialmente aquellas zonas donde la privatización de YPF dejó un reguero de desocupados, eran ofrecidas como un acto de vandalismo, un hecho delictivo que sólo merecía mostrarse si contaba con los ingredientes de los neumáticos incendiándose y los piqueteros con palos y pasamontañas.
La judicialización de la política ayudó a construir la idea de ciudadano pasivo, incapaz de actuar sobre la realidad porque si se atrevía a dejar su sillón entraba automáticamente en la categoría delincuencial.
La violencia se encontraba en quitarle el sentido a la acción política, ayudados en que el sustento de esas acciones era meramente defensivo, reacciones frente a la impotencia, multitudes desarticuladas, a veces espontáneas que no podían armar un proyecto alternativo.
De hecho una parte de la militancia de izquierda tomó este discurso y comenzó a realizar hechos vandálicos como un modo de propaganda política, lo que ocasionó fuertes represiones. El objetivo era llegar a la violencia para ser registrados por los medios. Eso era sinónimo de reconocimiento. Hacer política para las cámaras equivalía a ser el grupo político que lideraba la protesta, mucho más si después eran invitados al programa político de moda.
El militante era aquel que había sido reprimido por las fuerzas del orden y, por supuesto, había fracasado. En realidad no tenía nada más que desplegar que su furia porque no hacía otra cosa que ser funcional a los códigos mediáticos.
Los sujetos se dividían entre los que fracasaban en sus reclamos y los que vivían las diferentes opciones de la pasividad.
Pero a partir del 19 y 20 de diciembre del 2001, los medios observaron que esa ambigüedad que era el pueblo hacía un leve esfuerzo por recobrar vigencia. Pasaron entonces a documentar una movilización que producía efectos, entre ellos la caída del gobierno de Fernando De La Rúa. Después siguieron días de quejas desesperadas en las puertas de los bancos y finalmente la aparición de un gobierno, el de Néstor Kirchner, que contemplaba al pueblo como un factor legitimador de su política, un aliado que necesitaba fatalmente ya que no estaba bendecido con buenos augurios y sólo contaba en su haber con el 22% del padrón electoral.
Es en ese momento cuando los medios comprenden que a esa multitud movilizada deben capitalizarla a su favor. Si la situación social cambia, si el pueblo hace un intento por recomponerse, que no nos encuentre desprevenidos, que no nos quite protagonismo. Tenemos que manejarlo antes de que nos desborde.
Esta idea que pudo haber sido una audacia de la imaginación, una especulación latente e irrealizable, se materializó la noche del primer cacerolazo contra el gobiernote Cristina Fernández. Los medios no se resignaron a mostrar simplemente lo que acontecía sino que fueron en gran medida sus artífices, quienes esgrimieron el clamor cacerolero como un mecanismo de presión hacia una Presidenta esquiva a su prédica.
La ciudadanía cacerolera no se diferencia mucho de esa masa que el fascismo usaba para poblar su poder del más oscuro populismo. Hoy los medios desafían a un gobierno peronista y le dicen: El pueblo está de nuestro lado. Pero el pueblo no es un a priori unificado en una mirada que lo define como totalidad. Sino una multitud dinámica que crece en la tensión interna de sus diferentes intereses y que logrando su autonomía llegará a hacer política, a ubicarse en el plano de lo histórico.
Ese mito perdido por el peronismo y que Cristina Fernández no ha sabido reconstruir está en manos de los medios. Ellos aprendieron del sentimentalismo peronista.

domingo, 4 de abril de 2010

Obediencia debida partidaria


El juicio a las juntas, entre otras medidas del alfonsinismo, instaló la discusión sobre la política de lo posible, algo de lo que se hablaba mucho en los años ochenta. Después del fracaso del proyecto de liberación nacional, se corría el riesgo de caer en una política de la resignación, una política de derrotados donde las limitaciones estuvieran por encima de los proyectos.
Raúl Alfonsín se inclinó por una política (muy criticada por la izquierda que parece no ver nunca los obstáculos) que corría riesgos enfrentándose a los condicionantes de su momento y tratando de resolverlos en el plano de la confrontación y los acuerdos pero sin recurrir a las acciones vanguardistas de los setenta. El posibilismo era una política del hacemos lo que podemos pero exprimiendo al límite las posibilidades. Dicho de otro modo, se trataba de hacer lo mejor de lo posible.
Alfonsín tenía muy en claro la experiencia del fracaso pero no fue el político de la derrota. Fue un presidente combativo que intentó repensar las anteriores maneras de enfrentarse al poder y creyó que la palabra, la intensificación de la democracia, los argumentos, eran el arma para vencerlos. Como Galileo Galilei, tal vez creyó que los anteriores fracasos se debían a la ausencia de pruebas racionales para ganarle a la irracionalidad de la derecha argentina. Cristina Fernández estaría en esta misma línea.
Para la izquierda se trata de ingenuidades porque ellos saben que la verdadera derecha es asesina.
La diferencia entre Alfonsín y Cristina Fernández reside en que el líder radical soñó con un liberalismo democrático. Muchos teóricos políticos hablaron de la incompatibilidad de estos dos términos en el ámbito nacional. El liberalismo, en nuestro país, no es democrático Hoy se expresa en el pensamiento de intelectuales como Beatriz Sarlo, Marcos Aguinis, los integrantes del Club Político Argentino y se reproduce toscamente en los discursos del PRO, la Coalición Cívica y el radicalismo. Es un discurso que no confronta con el poder económico y que no politiza la política. Algo que poco tiene que ver con la palabra y la acción de Alfonsín.
Cristina Fernández, al recuperar el peronismo clásico, se desliga de la tradición liberal. Su gobierno es peronista, populista, con menos mitos y más racionalidad. Para Cristina Fernández es más fácil incluir en su discurso a los sindicatos, a los trabajadores, a los sectores populares. Alfonsín tenía allí una limitación. Él entendía el juego político entre los partidos y las instituciones pero naufragaba en el terreno sindical. Tal vez aquellos que Alfonsín pensó como aliados fueron los que terminaron siendo oponentes.
Según Ernesto Semán en una nota publicada en Página/12 el año pasado,Alfonsín pensaba una instancia real o imaginaria donde el acuerdo con su enemigo de turno fuera posible. Aldo Rico podía convertirse en un “héroe de Malvinas” como los empresarios que lo silbaron en la sociedad rural eran falsos ruralistas. En esas frases estaba el reconocimiento del poder de sus enemigos y también la limitación de su proyecto.
Cristina Fernández no puede ceder a estas frases porque ella sabe que el acuerdo es imposible. La tensión se resuelve en el triunfo o la derrota de alguno de los dos bandos, en el esclarecimiento, en la pérdida del velo de toda la población argentina que puede decidir y ver, como a través del telescopio de Galileo Galilei, las pruebas.
El límite de la confrontación siempre es el resultado. Alfonsín confrontaba pero no dejaba espacios concretos para cimentar su política, por el contrario, le abrió el camino al menemismo.

De los usos que a un año de su muerte se hace de Raúl Alfonsín quisiera detenerme en uno. Tal vez no se trate exactamente de un uso sino de la única herencia que el radicalismo parece haber interpretado del principal líder que dio el partido de Yrigoyen en los últimos años. Lo único que la triste tropa radical parece estar en condiciones de asimilar de Alfonsín es la máxima de la totalización del partido.Alfonsín puso siempre al partido radical por encima de todo. Por salvarlo, por cuidar su protagonismo en épocas donde parecía estar destinado al olvido ,aceptó ser coautor del pacto de Olivos y llevar adelante una estrategia como la Alianza donde convivían sectores que se odiaban entre sí.También le valió acciones encomiables como su decisión de ser candidato a senador en el 99 por la provincia de Buenos Aires sabiendo que iba a perder, pero con la certeza que podía darle una banca a su partido.

En una nota que publicó Página/12 el 31 de marzo pasado, Mario Wainfeld, destaca este lugar prioritario que Alfonsín le daba al partido como una virtud. Me permito disentir con tan prestigioso analista político. Si Alfonsín detestaba a Fernando de la Rúa no tendría que haberlo respaldado como candidato a presidente porque si se callan públicamente las diferencias con un dirigente político que demostró su incapacidad alevosamente, se termina convirtiendo a los partidos políticos en corporaciones y no en espacios de debate que funcionan como el soporte de la democracia. Callarse sus diferencias con De La Rúa y respaldarlo como presidente no sólo se parece mucho a fomentar la obediencia debida sino que vuelve a Alfonsín cómplice de un gobierno que llevó al país a la ruina y huyó tras la muerte de decenas de personas en todo el país.

Wainfeld destaca que el espíritu de cuerpo pudo más que su bronca al momento de enterarse de las coimas en el Senado y el voto contra Cuba en la ONU .Lo que significa que para Alfonsín era más importante el partido que el país.

Yo también creo que los partidos deben ser espacios fuertes, sitios que hay que revitalizar con debates políticos y con un intenso sentido ideológico,estoy en contra de esas rupturas que aparecen como la alternativa más fácil ante la primer disidencia pero todo tiene un límite. No se puede respaldar a un candidato que tira por el suelo los fundamentos del mismo radicalismo o ,al menos ,aquellas sentencias en las que creía Alfonsín porque también implica echar por tierra su propia lucha de convertir al radicalismo en un partido social demócrata.

Esa manera de pensar al partido por sobre el país, de buscar cualquier estrategia para no perder protagonismo, lleva a la construcción de alianzas oscuras y desemboca hoy en el apoyo a Julio Cobos que el radicalismo parece dar sin fisuras. Wainfeld especula que si Alfonsín viviera desearía que el candidato para presidente en el 2011 fuera su hijo Ricardo pero si “como pintaba en marzo del año pasado y como es también factible que suceda, Julio Cobos tuviera mejores chances, el ex presidente estaría empujando su carro.” No sé si este comentario contra fáctico de Wainfeld se basa en una verdad y no quiero atacar a Alfonsín por algo que en vida no hizo porque, si somos sinceros, Alfonsín tuvo muchas oportunidades para respaldar a Cobos y jamás lo hizo públicamente aunque el vice diga que en su lecho de muerte le pidió que salvara al radicalismo. Como no sé que hubiera hecho Alfonsín decido pelearme con Wainfeld porque en su nota destaca esta decisión (por demás detestable) como un acto de valoración hacia Alfonsín. Cobos es un traidor. Si el radicalismo apuesta a reconstruirse en base a un traidor simplemente porque da bien en las encuestas, está firmando su acta de defunción . En primer lugar porque realiza un proceso de desideologización. Si para ellos la supuesta buena imagen puede más que sus ideologías y sus convicciones, están vaciando de contendido al radicalismo y se están volviendo claramente peligrosos. ¿A quien podrán elegir de candidato en un futuro si esta idea los guía?

Pero no sólo corre riesgos su identidad como partido sino que, al darle a la acción de un traidor la envergadura de un referente político , de un líder están deteriorando la construcción misma de nuestra sociedad. Por salvarse ellos, por volver al poder, por ganar una elección ( si es que lo logran) no le tiembla el pulso de instituir la figura del traidor como regla y camino para llegar a la popularidad política.

Yo no creo que “esta suma algebraica tenga el signo más adelante” como afirma Wainfeld. No creo que un partido sea un todo, un medio y un fin. No creo que el protagonismo político valga más que la nación. No creo que haya que callar diferencias por obediencia partidaria. Sigo apostando a los que dicen que no en los momentos difíciles Cuando dentro de algunos años la sociedad argentina deteste a Cobos y lo considere un traidor ¿que explicación dará el radicalismo? ¿Cuántas víctimas podría llegar a cobrarse este signo más que Wainfeld escribe con tanta ligereza?

viernes, 2 de abril de 2010

Nuestras historias


Hay encuentros que son esclarecedores. Una generación puede intentar construir sobre el drama, sobre la tragedia de sus padres, una experiencia nueva. Cuando conocí a los hijos de los ex combatientes de Malvinas que viven en La Plata descubrí que estos jóvenes que nacieron después de la guerra (la generación que me sigue) no negaba la historia de sus padres como la sociedad, el poder militar y los sucesivos gobiernos democráticos se habían propuesto silenciosamente, sino que convertían la derrota de una guerra en un motivo de lucha y en un modo de singularizarse frente a una sociedad que sólo reconoce el éxito, que no tiene la fortaleza suficiente para mirar de frente los estragos que supo cometer o permitir.

El viento del sur nos trajo una nueva etapa política. También hizo posible la existencia de una generación más auténtica. Sera una parte de esa generación, será una experiencia atípica. Entonces habrá que sostenerse en las excepciones.

El recuerdo de esas dos entrevistas que les hice (una para Ñ y otra para el suplemento Si de Clarín) sirve como homenaje a sus padres y a todos los caídos. Para que nunca más seamos capaces de negar nuestra historia


Nuestras historias. Una película de los hijos. Cuentan, los que estuvieron allí, que primero hay que atravesar una muralla de niebla, sumergirse en ella. Después las islas toman forma pero esa bruma nunca deja de estar presente para los ex combatientes de Malvinas.
Si ese frío del fin del mundo y el humo blanco que lo vuelve más helado no se disuelven frente al calor del regreso y del tiempo transcurrido es, entre muchas otras cosas, por el silencio. Ese silencio impuesto al final de la guerra y el abandono social que transformó el combate en un hecho privado. Desde ese mundo íntimo nace el film “Nuestras Historias. Una película de los hijos” Sus directores son nueve jóvenes, hijos de los excombatientes que crearon el CECIM-La Plata en los años ochenta. Ellos, ahora, tienen la edad de sus padres al momento de pelear en las islas. Sus padres, al verlos, recuerdan a los caídos, a los que no volvieron. Los chicos viven sus años como un factor determinante para convertir Malvinas en una causa política, involucrar a la sociedad en su conjunto y romper desprejuiciadamente con todos los pudores que el tema Malvinas generó desde siempre.
El film que tuvo su primera exhibición en abril en el Teatro Argentino de La Plata, abre la posibilidad de escuchar las voces de los familiares de los excombatientes. El modo en que vivieron la guerra desde la espera, la ausencia casi total de noticias, el desentendimiento absoluto de las autoridades militares. Testimonios que funcionan como otro dato para contar el terror de la dictadura. Cuando la palabra la toman los hijos los hechos son pensados desde la posguerra. “Nacimos en la posguerra”, repiten con una naturalidad que sorprende porque parecen ser los únicos que definen los últimos 25 años de la vida política del país desde este lugar. Ellos y sus padres, sus tíos, sus abuelos. Malvinas ha sido durante muchos años un drama familiar.
Pero los chicos pelean, como sus padres, por convertir esta historia que está en ellos desde los juegos de la infancia, que conocen y defienden desde un lugar inimaginable, en un relato que vaya más allá del homenaje de tono piadoso para entrar en una zona donde el compromiso se mezcla con el orgullo.La entereza y madurez que demuestran, habla de una nueva política, la que une el afecto con la apuesta apasionada por lo que parecía olvidado: “Vos vas el 2 de abril a un acto y son nada más que familiares, un amigo, uno que otro allegado y esto a mi me duele. Un 24 de marzo, en cambio ves una plaza que revienta de gente y está bien que sea así, nosotros vamos siempre. Pero Malvinas parece estar sólo en la conciencia de los familiares”, dice Martín Carrizo, uno de los directores.
Lo privado adquiere las formas complejas de la guerra vista con un microscopio. El padre de Gastón Marano cuenta que después de festejar y agradecer el regreso de su hijo de Malvinas, tiene que reconocer que “me cambiaron el hijo. De un chico muy alegre volvió un hombre muy serio.” Y su esposa agrega: “Yo creo que todos se quedaron allá, con sus compañeros”.
Tan demoledora como la confesión de Francisco Marano, otro de los directores del film: “Me di cuenta que a mi papá no lo conozco como creí que lo conocía”
Hay algo de esa experiencia que es imposible decir, que se vuelve intransmisible. Allí se interna el film, en una dimensión existencial que lo libera de sus lugares comunes porque quien habla es la experiencia particular que no pretende ser representativa de nada ni de nadie.
La historia argentina está minada de cruces entre el drama íntimo y la forma política de esa ausencia. Por eso cada vez se vuelven más llamativos los resquemores que impiden unificar la lucha de los organismos de derechos humanos y la militancia en trono a Malvinas. En una ciudad como La Plata esta distancia se vuelve escandalosa. Los chicos reconocen, en ellos también la falta de iniciativa pero se muestran tolerantes y pacientes. Es mucho lo que admiran y lo que han aprendido de los familiares de desaparecidos.
“Malvinas es una consecuencia de la dictadura militar”, afirma Martín. “A veces te ponés a pensar por qué los organismos de derechos humanos no lo toman .Lo ven como una causa militar y no como parte de la dictadura y nosotros queremos que la gente entienda que entre los desaparecidos de la dictadura están los caídos en Malvinas” y agrega, para sostener su argumentación: “En el cementerio de Malvinas, en la tumba de los soldados no identificados, hay una lápida que dice: “Soldado argentino sólo conocido por Dios” ¿Eso es o no es un desaparecido?”
Entre mujeres que describen el modo incondicional y silencioso de hacer posible la vida de su familia después de la guerra, soldados obligados a regresar a escondidas, en un micro sin luces, que deben dar la noticia de la muerte de un compañero a padres que esperan en la oscuridad de una calle de La Plata el regreso imposible, la película ilumina, de un modo tal vez inesperado para los propios realizadores esa dimensión descomunal a la que puede llegar el sujeto. “Mi papá siempre me dice: Yo no soy un héroe. Soy un hombre que lucha todos los días para que los que murieron sean nuestros héroes”, declara Alejo Robert. Hijos que descubren su diferencia al recuperar el pasado y hombres que tienen una lealtad inalterable hacia los muertos y hacia los que sobrevivieron y nunca más pudieron salir de la niebla.