miércoles, 16 de diciembre de 2009

Carlos Correas y la escritura culposa del deseo


Por estos días recibí con felicidad la noticia que había obtenido una mención honorífica en el Premio Municipal de Literatura Luis José Tejada de la ciudad de Córdoba por mi ensayo “Carlos Correas, el extranjero”. Publicar aquí un capítulo de ese trabajo es casi una obligación: Correas fue un escritor suicida que se adapta absolutamente al manifiesto que presenta este blog: “La buena vida”Su espíritu de oposición permanente a la vida burguesa, de raro en el sentido que lo planteaba Rubén Darío me atrajo desde el primer momento que tomé contacto con su escritura y me llevó, desde hace dos años, a entrar en la difícil tarea de reconstruir su biografía Lanzarse a la calle, hundirse en ella y usar la literatura para volver a la superficie, un modo de hacer flotar en el agua barrosa el basural sumergido.

El foco puesto en el lugar que no se conoce, o se dice no conocer. Hombres que se tocan en la sala oscura de un cine, imitando, de un modo tortuoso, la treta que las jóvenes parejas usaban en épocas de noviazgos rigurosamente vigilados.

Ernesto Said le pide a la calle lo que el encierro del cine no le ha dado. Como Erdosain gasta su exaltación en el andar perdido. Consume el tiempo en la necesidad de buscar.

La primera diferencia, tal vez la más importante, entre el joven Carlos Correas que escribió “La Narración de la Historia” y los autores que desde los años noventa recurren a los marginales como protagonistas de sus historias, es que Correas conoce perfectamente el mundo sobre el que escribe. Es más, ese es su mundo, a él pertenece. Resulta difícil imagina a Santiago Vega o a Reynaldo Sietecase dando vueltas por la noche buscando algo (¿una aventura? ¿Un amorío?) Sin rumbo, sin tener una cita pautada, sin que el azar se vea contenido y disimulado en un plan previo.

Esto no los desmerece. No necesariamente desde la experiencia surge una nueva literatura. Lo que divide las aguas es que la literatura de Santiago Llach o Vega se parece demasiado a la mirada televisiva sobre la marginalidad, habla de algo que se consume y digiere sin problemas, que se tolera dentro de la mesa familiar como un elemento más del paisaje. Cuando Correas escribió “La Narración de la Historia” echó luz sobre costumbres que no circulaban con tanta naturalidad en la construcción ficcional o mediática. Un submundo al que sólo se accedía desde la experiencia. Hoy todo se sabe y se conoce sin que la vida se vea expuesta a estar en el momento y el lugar de los hechos. Pueden ser otros los que arriesguen el pellejo, ya llegará hasta nosotros el episodio narrado desde un soporte hiperreal que nos haga creer que estuvimos allí, que nos de la seguridad para hablar con un excesivo y estudiado conocimiento. El desafío para la literatura es despertar interés por aquello que ya se cree saber.

La sexualidad es, para Correas, algo difícil de transitar desde la literatura y la vida. Difícil porque siempre encierra un problema. No se asimila en el descaro, en el chiste sobre sus prácticas. “Vos, la chupapijas de la televisión”, dijo alguna vez Llach en el Rojas. Puso el grito desfachatado, el insulto fastidiado (y fastidioso) en el formato de un poema. Dijo: Yo puedo hacer poesía con el diálogo casero, el comentario espontáneo de mesa de bar con amigos. Pero eran los años noventa y todo se había vuelto explícito. Esa familiaridad que de pronto se tenía con aquellas cosas que, alguna vez, habían despertado pudores y reparos, las despojaba de tensiones. Menem era el abanderado de la insolencia. El más vanguardista de todos.

La sexualidad desarmada de una inquietud que la vuelva opaca es sólo palabras. Grosería en estado crudo. Correas también es explícito en su modo de presentar la sexualidad pero busca en ella una revelación que la libre de su lugar testimonial.

“También Ernesto llegaría a tener una mujer, algún día, y después de varios años aceptaría para él una muchacha flaca y casi sin pechos que se dejara poseer con indiferencia.” Hay dos sexualidades: Una convencional y resignada y otra que despierta todos los deseos pero está condenada a ser fugaz. La idea permanente de imposibilidad convierte a la sexualidad en una experiencia trágica. La sexualidad en los textos de Vega, Llach o Pérez está desproblematizada. Puede parecer cómica pero en realidad la risa es el modo de volver aceptable, de festejar la complicidad con ese mundo que el autor presenta. Un modo de decir: entiendo y no me escandalizo.

La tensión que existe en la conquista, en la manera de mezclar la biografía con acotaciones lascivas: “le dijo que en las relaciones sexuales él era macho y no otra cosa”, le dan esa expectativa a la escena mientras nada se oculta. No hay un detrás de la escena, una simulación pero la explicitación no supone la ausencia de conflicto. La tensión está en la construcción del relato en todos sus matices, no en la linealidad de pensar a los personajes como meros actuantes de una escena porno.

“El morochito dijo que a él le gustaba leer”. Es otra marginalidad, muy distinta a la de estos últimos años (recordemos que Silvio Astier decide ser ladrón después de leer los folletines de Rocambole) pero el atravesamiento literario que han perdido los personajes puede ser un recurso del autor. El problema se presenta cuando los narradores deciden ponerse al mismo nivel que los personajes. Así como Correas era uno más en esas aventuras de paredón, ellos pretenden ubicarse en el mismo plano que sus retratados frente al papel y es allí donde la escritura se empobrece. Se cree que al bajar la voz, al tomar el discurso del personaje como propio, al convertirse en el reproductor mesurado y objetivo de sus costumbres, se llega a la corrección estética, al resguardo de las intenciones didácticas, aleccionadoras y maniqueas cuando, en realidad, la opinión del autor abre posibilidades narrativas, ya que permite al lector transitar la escena desde el extrañamiento. La mirada del autor es, ni más ni menos, la estructura del relato, sus críticas se materializan en recursos narrativos que componen los cruces y contradicciones del escrito. Opinar no implica crear un camino único para transitar el texto, sino un modo de trazar infinitas rutas, senderos laterales y cruzados que abren las diferentes posibilidades de pensar un tema, con todos sus costados irresueltos.

La calle como el escenario de una sexualidad que no podría tener otro espacio porque no sería la misma. “El mendigo chupapijas”, se llama el libro de Pablo Pérez. La sexualidad callejera tiene que encontrar el modo de esconderse y hacerse visible. Supone un conocimiento de la calle propio del vagabundeo, del andar ocioso, muerto por los mismos territorios, saber donde esconderse qué lugar ocupar para no ser sorprendido (especialmente en épocas donde la exhibición obscena estaba penada por la ley) pero, a su vez, requiere de lugares donde dar a conocer esos hábitos para facilitar la conquista.

No se trata, en Correas, de una sexualidad ligada al dinero. Si se esconde es por su carácter “vergonzoso”, por esa valoración moral que, como ocurre en la obra de Roberto Arlt, Correas no atenúa en ningún momento. En Arlt la sexualidad clandestina es un acto de humillación, hacia el otro y hacia él mismo, en Correas es placentera y culposa, algo queda fragmentado, atragantado en el devenir amoroso, algo se traba, se entorpece porque Correas (como autor y como implicado) no deja de reconocer el carácter degradante que encierra su práctica. No se puede ir hacia el deseo, parece afirmar Correas, sin descender.

Las costumbres de los cuerpos hablan de una ideología. Si se elige a un joven moreno que pasa el rato en la estación de constitución, se es partidario de la Revolución Rusa. Los marginales de los noventa viven el despojo de toda ideología y en eso se hermanan con los autores que escriben sobre ellos. Ese estar en la intemperie señala otras ausencias. No hay elección, ni utopía vagabunda, ni deseo maldito de vivir en los márgenes. Hay tragedia. El retrato del horror que los autores deciden contar desde la risa. Una risa que nunca se contorsiona, que nunca puede volver la mirada hacia atrás y ver la sangre que ha dejado a su paso.

Frente a la ausencia de dinero, el morochito de “La Narración de la Historia”, es una presa capturada, al menos mientras dure el placer. Gracias a esta suerte de conquista, no demasiado elaborada, se implica el sujeto en la trama del relato. En “La máquina de hacer paraguayitos” el deseo es una forma primaria que no llega a conformar un sujeto porque éste se disuelve en el estereotipo. En los textos de Llach y Pérez el sujeto está cosificado, la sexualidad se manifiesta de un modo despersonalizado, una práctica mercantil donde el otro es prescindible, intercambiable.

Otra vez el paisaje bonaerense contado desde imágenes barrosas: “Caminaron en la oscuridad, sobre el barro”, como un modo de hundirse, de mezclarse. Al igual que Néstor Perlongher, Correas está allí, temeroso, caminando con un desconocido por calles desiertas, un chico que le dice que San Martín se parece a Chicago y él nunca estuvo en Chicago, habla de esa ciudad por lo que ha visto en el cine. Él también se sueña como el personaje de una película. Pero no le importa a Ernesto Said el miedo. Como Perlongher prefiere la experiencia a la cautela, se arrepiente si no cruza el pasillo oscuro donde al final lo espera un hombre que busca a alguien que le planche las camisas, vive como un dilema moral el no haberse atrevido.

Al igual que en Bernard- Marie Koltés, se trata de dos hombres y la sexualidad puede transformarse en pelea. A una provocación lasciva, a una incitación obscena, le sigue el comentario de sus andanzas pendencieras, su calidad de cabrón atrevido para lanzar un cuchillo al corazón, sin pudor, para confesar el deseo de matar al otro porque mientras seduce también sabe poner reparos, el cuerpo que va a entregarse tiene que estar al acecho, dispuesto a un acto criminal si el otro piensa usar el amor entre desconocidos como un arma de distracción. No desconoce la vulnerabilidad del cuerpo desnudo.

Quien narra en los textos de Llach, Cucurto y Pérez es alguien que se siente seguro, como esos periodistas televisivos que visitan un barrio donde se consume Paco con un arsenal de custodia. La confianza en la propia capacidad para subsistir parece ausente. Se debe marcar todo el tiempo que quien visita a esa población nada tiene que ver con el mundo que pretende registrar, se sorprende, se horroriza frente a lo que ve, o simplemente lo naturaliza, una manera más de no entenderlo pero siempre se deja en claro que su intervenciones ajena.

Perlongher hablaba de un “devenir prostituto”, un “devenir taxi boy”. Investigar era para él involucrarse, encarnar la experiencia. Un stalivnaskyano que se identifica al extremo con aquello que cuenta. Y puede que alguno vea en el proyecto de “Eloísa Cartonera”, un intento de acercarse a ese modo antropológico de vivir el arte pero la imprenta artesanal de Santiago Vega y Fernanda Laguna busca un modo posible de convivir con el cartonero sin que la separación deje de estar presente todo el tiempo. En Perlongher, en el abanico de su vida, la experiencia marginal convivía con el reconocimiento literario o el trabajo académico, no eran mundos aparte, se mezclaban con total naturalidad. “Eloísa Cartonera” no deja de ser una representación, en el sentido teatral del término, una puesta en escena, una pose. En Perlongher y Correas la marginalidad adquiere el modo de una necesidad.

Por supuesto que la diferencia social no puede borrarse, que eso sería mucho más artificioso, mucho más falso, si vale la brutalidad de la palabra. El problema es que este acercamiento a la marginalidad se da, en el grupo de autores mencionado, como una indagación, siempre extranjera, que tiene como único parámetro de validación su desconocimiento. Ellos suponen que su extrañamiento es compartido, que nadie sabe más que ellos sobre esa marginalidad y desde allí sostienen la legalidad de sus textos. No es mucho más lo que se puede hacer con un cartonero que comprarle unos cartones para hacer las tapas de unos libros que no tienen nada de atractivo desde su armado y que no apoyan su realización en ningún hecho social, ni cultural que estructure esta decisión. Nada gana el cartonero, ni la literatura con esta experiencia. Sí gana Cucurto que termina publicando en Emecé. El resultado: se trata de una estrategia más para llamar la atención. La calle, los cartoneros, la nueva poesía se convierten en el Teatro Maipo .El cartonero no es protagonista, no pone en juego un saber, no es él quien aparece bajo los reflectores desde un lugar nuevo, impensado. Él es un extra, no puede, según el rol que le dan Cucurto y Laguna, ocuparse de otra cosa más que de vender cartones y abrochar hojas. Los artistas somos nosotros (los mismos de siempre).

El temor es como un imán. Sigue a pesar del riesgo. Puede morir por esa aventura pero parece que, para él, vale la pena. El gesto procaz se confunde con la mano que desenfunda un revolver pero, en realidad, se trata de un cierre que se abre, un cuerpo que se descubre en la oscuridad de un escondite.

Los jóvenes poetas de los noventa han decidido que sus cuerpos queden a salvo de las aventuras. La suya es una literatura de la suposición, de la experiencia ajena.

La explicitación de una sexualidad inesperada surge como quien espía un encuentro absolutamente real donde no se accede a todo, donde todo no es posible, donde también existe el pudor y la ternura, donde el otro vuelca sus fantasías de modo imprevisible. Las miradas son las que hacen el amor en “La Narración de la Historia”, el contacto físico está plagado de contrariedades, remilgos y cansancios. Descubrir el cuerpo del otro desde una mirada que se supone dificultosa parece ser el mayor placer.

En Cucurto, Llach, Pérez, el lenguaje directo no tiene reparos. El sujeto ha perdido toda vergüenza. Sobrevivir implica en él soportarlo todo, plagar los actos de una ausencia total de sentido. La falta de límites enfrenta al horror de poderlo todo. En Correas existe permanentemente algo que inhibe la acción ¿Por qué nada de los personajes de Correas parece sobrevivir en los textos que buscan trazar un modo de ser marginal en la literatura actual? El tono monocorde en que son retratados ¿no responderá a una imposibilidad de ver los matices? ¿No existirá una percepción superficial que sólo captura la forma grosera, llamativa de sus prácticas?

La demora para descubrir el nombre del morochito, habla de esa categoría de anónimo que hace posible el “giro frenético”. Ernesto miente su nombre, el otro también puede haber mentido. Esconder el nombre es un modo de no ser, para abandonar la escena sin compromisos antes de que los hechos nos atrapen definitivamente, o para descubrir que dejando de lado nuestro nombre podemos ser nadie. Hay que tener coraje para enfrentarnos a esa posibilidad que nos achica hasta volvernos descartables. Sostener el nombre es un modo de delimitar diferencias, de moverse a la luz del día, de afirmar que nada ni nadie me llevarán a perderme. Controlar ese yo para que sea una afirmación permanente de lo que soy, es también un ejercicio literario. Entrar en la alternativa de perderlo desencadena otra escritura. O, también, puede volverla imposible.

La pregunta amorosa, casi descolocada, aparece en el momento menos apropiado. Como una reacción descolocada o como un modo de develar que el romanticismo se presenta en los sujetos más insospechados. La soledad, la fragilidad, pueden palparse en esa entrega del mismo modo que los labios y los muslos. No se trata de encuentros convencionales, de un modo cómico de enfrentarse al cliché, sino de la posibilidad de descubrir la oscuridad en todas sus zonas, en esos recovecos donde asusta, donde podemos reconocernos.

La marginalidad se integra a la literatura sin sorpresas, sin sentir que pertenece a otro territorio. Escribir es una continuidad de la calle, equivale a caminar, a mirar atento con ansias de aventura. En los noventa, la sorpresa ante el espectáculo de la indigencia era el resultado de un andar ensimismado, apurado, donde el paisaje era secundario porque la biografía parecía construirse de un modo fragmentado, desentendiéndose de todo aquello que no fueran sus urgencias, que no desembocara en la inmediatez de lo íntimo. Una vida planificada que le teme al azar, al tiempo no ocupado, a la dispersión, es una vida que lee las experiencias ajenas como un código indescifrable y como no está preparada para el esfuerzo, prefiere sacarle una foto y armar una instalación

Si la posibilidad del crimen es expresada de un modo tan desprejuiciado es porque la impronta artliana presiona sobre el texto hasta volverse la prueba del vampirismo. No necesita de la cita, está en la redacción exaltada, en la descripción de su vida que hace Ernesto. La biografía se encuentra en la literatura y la convierte en una referencia inevitable.

“Parece que vos tenés derecho a interesarte en mi, pero yo no en vos”, le reprocha el morochito, quien dice llamarse Juan Carlos Crespo. Tal vez esa sea la actitud del escritor: Interesado en sus personajes y ausente. Especialista en borrarse para que el otro asuma el protagonismo y se anime a contar, a decir quien es, a actuar como si estuviera solo.

Pero también hace uso de un derecho de clase, como si en el joven estudiante fuera adecuado ocultar datos reveladores, pero el adolescente que duerme en el banco de una estación no tuviera secretos y su vida fuera tan fácil de invadir como la cama que se construye en un árbol.

Ese cero del que habla Koltés, ese perder la vida en un anonimato permanente, en el empecinado espíritu de extranjero que siempre es un visitante de los lugares y personajes que frecuenta, es vivido como un drama, como un conflicto por Correas. En esas sucesivas definiciones donde no hace más que revelarse y cuestionarse, late la esperanza de liberarse de su destino al escribirlo.

Es tan sutil el límite entre el hombre aceptable y aquel que se ha dejado ganar por lo deleznable, el que se escapa sin pagar de un bar, o el que llama al mozo, pide la cuenta y aquí no ha pasado nada. Juega, Ernesto con su pertenencia a dos mundos. El acto más insignificante encierra una definición crucial.

Correas no teme a la carga moral que disemina en sus cuentos como un modo de darle a la pequeña anécdota cotidiana la envergadura de un drama. Al igual que los rusos (Dostoievski, Tolstoi) que en su modo sencillo de narrar transitaban los grandes temas sin volverse solemnes. Lo que les falta a los jóvenes autores es animarse a darle forma a las grandes palabras en las contingencias más banales. Renunciar a todo soporte filosófico en la escritura no es una elección, es una imposibilidad de pensar. Es decir, la desestimación o pereza por recorrer el entramado de acciones y narrar aquello que se desprende de su observación, no desde una propuesta que pretenda el valor de lo absoluto pero que se atreva a ser lo suficientemente contundente para convertirse en verdadera si ningún otro logra crear un discurso que la debilite.

Esa desesperación permanente por cambiar de vida y el sueño como la garantía de un fracaso futuro, es otra de las alusiones artlianas en la estética Correas. Personajes carentes de estrategias que planifican un delirio. La realidad es incomprensible para ellos y siempre los dejará de lado como castigo.

“Una pareja es algo fuerte, amenazante, que hace sentir débiles a los que están solos”. La realidad es un terreno marcado por la guerra, donde las decisiones son un efecto que debe golpear sobre los demás. Es un error vivir de acuerdo a los sentimientos, anhelos o principios, la realidad de la vida no está en la felicidad privada sino en el estado de desazón que podemos generar en los demás. Hundir al otro en un sentimiento de fracaso es el mayor triunfo, aunque al cerrar la puerta se viva como un desdichado. El sujeto crédulo e inseguro es el mejor espectador de una vida histriónica.

La homosexualidad pasa de ser un dilema moral a convertirse en la aceptación de un destino. Claro que todo no es tan simple, la culpa se despeja gracias a la reconciliación con su clase. Ernesto está dispuesto a encontrarse con el morochito pero tropieza con dos conocidos que se dedican a la danza clásica. La sexualidad con ellos pasa a una zona clara y permitida, se desprende del barro, la oscuridad y el peligro: “era como si hubiese estado con una mujer”.

Nos ha engañado Correas, o nosotros fuimos los equivocados. No se trata de una historia gay, no en el sentido crudo, despojado que le dieron los indignados lectores de los años cincuenta. Se trata de un relato político, donde la sexualidad adquiere un valor social, donde la trasgresión, donde la liberación (en el sentido amplio de la palabra) se presenta como imposible en el mundo del capital.

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