domingo, 6 de abril de 2014

La celebración del pasado

Me tomo un taxi para llegar a la agencia de turismo que va a llevarme a Versailles. Es una mañana lluviosa, como casi todas
las de mi estadía en París y el gris es un tono que no le sienta mal a esta ciudad que parece cubierta, impregnada de una capa de hielo. El taxista habla español y me pide que le traduzca algunas palabras, que de algún modo amplíe su vocabulario. Siempre piensan que soy española, un poco porque ellos identifican a los latinoamericanos con un esteriotipo del que yo no vendría a formar parte y otro poco porque para ellos sólo existe Europa. El resto del mundo es la última opción.
En la agencia de turismo somos muchos los que hablamos castellano, aunque soy la única argentina. Un matrimonio iraní me cuenta que vivieron muchos años en Estados Unidos pero que hablan español porque ahora viven en España. Pienso en esa existencia plagada de nomadismos y eso también es Europa, un mundo repleto de asiáticos, de islámicos, de latinoamericanos. Universitarios que quieren insertarse en el mundo occidental pero también personas que huyen de una vida difícil, inmigrantes que son una nueva forma de exiliados.
Pasamos por la Rue de Rivolí y experimento una pequeña desilusión. La encuentro bastante similar a Paseo Colón y Além, aunque con algunas columnas más sofisticadas y está repleta de negocios con mercadería en la calle, un poco toscos, a mi entender, un poco sobrecargada de gente y vendedores.
El viaje a Versailles lleva su tiempo. Veo que estamos cerca de Bordeaux y recuerdo que Dardo Scavino me dijo que vivía por allí. Versailles no es París, tiene cierta estética de pueblito, de casa de las afueras, de conurbano. Algo de residencial pero poco, no lo suficiente para estar acorde con el castillo.
El guía nos da las entradas para el museo y nos dice la hora en la que va a pasar a buscarnos. Mi pago contempla una audio guía, un sistema bastante práctico que consiste en una especie de teléfono donde habita la voz de un guía en el idioma solicitado. Después de la introducción uno encuentra en cada sala un número que debe marcar para que la guía te cuente de que se trata esa parte del castillo.
Olvidé decir que ese día me sentía un poco descompuesta y mientras caminaba por el Palacio pensaba que locura sería vomitar en Versailles. Mi rechazo a la monarquía se convertiría en una cuestión física, en una manifestación del cuerpo.
Me fascina el modo en que los franceses integran su historia. Más allá que existan algunos espacios vedados, el castillo se transita con comodidad y abundancia. Espiamos la vida de la monarquía con zapatillas y mochilas, con jeans y borceguíes pero es mucho más que eso. Estamos allí ( sin tocas por supuesto, porque todo sale una fortuna, tendríamos que dejar nuestra sangre si algo se rompe) como una tarea de reconstrucción, como un modo de palpar hechos históricos y tratar de imaginarlos a partir de la presencia de los objetos y de la voz de la audio-guía.
El objeto como dato pero también como lo único permanente, como el remanente que viene a reemplazar, a evocar a los reyes y príncipes que seguramente estarán allí como fantasmas cuando los numerosos visitantes se hayan ido.
¿Por qué queremos conocer la vida de la monarquía? ¿Por qué nos sentimos un poco reinas cuando caminamos por el salón de los espejos? Seguramente porque la disposición del espacio, de esa fastuosidad, los detalles barrocos, las pinturas en el techo y las paredes que cuentan historias, que conservan símbolos, dan cuenta de un mundo que ya no existe y que necesitamos conocer. Nos hablan de una vida alejada, inaccesible. Esa es la belleza de esta visita, la de habitar lo que nos es ajeno. La de ocupar una casa noble por un rato y tratar de entender ese mundo destruido por la burguesía.
Porque se trata de la historia y de la revolución francesa. De los plebeyos que estamos allí como alguna vez los jacobinos cruzaron el jardín y destrozaron ese imperio de la monarquía. Porque ese palacio fue saqueado y con el tiempo reconstruido. Es interesante ver como mucho del mobiliario fue recuperado para poder exhibirlo y otro tanto reconstruido tratando de guiarse por la fidelidad histórica.
Yo pasé muchas veces por la Plaza de la Concordia. Allí, en uno de los lugares más bellos de París, guillotinaron a María Antonieta pero hoy esa historia está integrada como parte del recorrido turístico. Esta Francia de hoy es hija de su revolución y se reconoce en ella, parte de su orgullo tiene que ver con haber gestado esa cambio de paradigma político que después terminó en la muerte y la desilusión. Pero pese a todo, la francesa fue la única revolución auténtica cuyo imparto todavía resuena. Es la que nos permite caminar por Versailles de sport, sin galas, como en un intento de volver popular a esa palacio, aunque la palabra no termina de ser la más acertada.
Después de horas de recorrido, de estar metida en el siglo XVIII, voy a almorzar a uno de los restoranes que tiene el palacio. Me encanta la ensalada y ese mundo que se reparte alrededor mío. ¿Dónde estoy en realidad? En una tierra que contiene tantas fisonomías y nacionalidades, en el centro del mundo. Me gustaría vivir en París, ahora lo pienso, ahora que volví y ya estoy un poco cansada o malhumorada, ahora que transitan los días sin mucha novedad. Un país nuevo nos da la posibilidad de ser otros.
Ese día en Versailles mi pelo estaba imposible, enmarañado, capturado por la humedad de una ciudad con río. Yo trataba de arreglarlo con algunas hebillas cuando a mi lado, compartiendo el espejo del baño, se instala una mujer islámica con la cabeza tapada. Esto es París, pensé. La naturaleza indomable de Latinoamérica junto al cuerpo encerrado del Islam, todo componiendo el mismo espacio. Viviendo lo mismo pero de un modo diferente.
Ella no tenía ese problema. Su pelo dejaba de existir mientras que para mi siempre fue una parte importante de nuestra identidad. Las mujeres occidentales gastamos mucho dinero en nuestro pelo. Nos importa como peinarlo y cortarlo. Exhibimos brutalmente algo que otras mujeres prefieren cubrir, dejar fuera de escena.
No me alcanzaba el tiempo para tomar el tren de María Antonieta y recorrer los jardines de Versailles, entonces me aventuré por esas hectáreas de flores, pasto y fuentes con patitos, a pie, como tantos otros. Ya había salido el sol. Mientras sacaba algunas fotos desde la ventana del castillo pensaba, que lindo sería ver este lugar iluminado por el sol y el deseo fue concedido porque el clima en París es tan imprevisible como en Buenos Aires o La Plata. Tenía barro en mis botas, pero era barro de Versailles.
De regreso la agencia nos deja cerca de Le Louvre. El museo gobierna la zona, le da nombre a todo y contagia su estilo. Cuando llegué me pareció estar en la plaza San Pedro. Cada edificio importante tiene en París una especie de plaza que prepara la escena. Es un espacio que corta la continuidad del lugar y establece su jerarquía desde el diseño urbanístico. No solo miramos el Louvre porque es un edificio por demás bello sino porque todo en su entorno nos prepara para la llegada a ese lugar y nos pide atención. Aquí las cosas cambian, ahora vas a transitar por un paisaje distinto, la ciudad reacciona frente a semejante joya arquitectónica, tomate tu tiempo, porque esto no es un museo más. Si, las calles de París parecen estar hablándonos permanentemente.
Allí también es muy sagaz el modo en que lo moderno se instala en medio de tanto clasicismo y barroquismo. Las escaleras mecánicas que permiten la entrada no nos hacen olvidar esos techos y paredes que compiten con los cuadros y esculturas. Miro las obras o miro el museo. Estamos todos excitados y emocionados. Cuando me enfrento al cuadro de la libertad de Delacroix creo estar frente a un sueño. No sé si será un lugar común pero algo te pasa adentro del Louvre que no te pasa en otro edificio parisino. La gente sacándole fotos a La Gioconda puede ser un dato más de la enajenación turística pero encontrar un momento para estar un poquito a solas con esos cuadros permite sintetizar y contemplar una escena para la que nos preparamos durante toda la vida. Yo me acordaba de mi profesora de plástica del secundario, cuando nos decía que un día íbamos a tener la posibilidad de ir a los grandes museos del mundo y sus clases nos iban a servir. En realidad lo que sé de plástica lo aprendí de mis numerosos amigos pintores, grabadores y dibujantes pero ese recuerdo conservó cierta ternura para mi. Llegar al Louvre es algo que está en nosotros desde siempre.
Allí si escuché voces argentinas. Una chica que le decía al novio “Ver la Gioconda original te vuela la cabeza” ¿Cómo no iba a ser argentina? Una madre con su hijo veintenero frente al cuadro de Delacroix. Ese museo me trajo cierta familiaridad.
Le Louvre está cerca de le pont neuf y de la comedia francesa. En el carrusel del Louvre un librero me indicó como llegar. Esa zona es una de mis preferidas en París porque se continúa un poco con esa plaza o explanada que sirve de plataforma al museo y con las columnas y galerías de la Rue de Rivolí. Forma como un pequeño mundo aparte, un cuadrado un poco más reflexivo entre el ruido del centro.
Ya era un tarde y la boletería de la comedia estaba cerrada. La venta de entradas en París funciona a la inversa que en la Argentina. Descubrí que estaban dando Antígona de Jean Anouilh y confíe que podría conseguir alguna localidad, algo que al día siguiente te reveló como imposible. Las entradas se agotan en París.
Entré a uno de los bares pegadito a la comedia, con cuadros de arlequines y personajes teatreros. Los bares franceses no se parecen a los argentinos. En gran medida porque nosotros nos dejamos ganar muy fácilmente por las modas y porque muchos de los bares notables, son para mi gusto un poco decadentes.
Ir a un bar en París es una experiencia que conserva cierto refinamiento, como los tés en el Tortoni o en el Molino. Algo antiguo, algo de otra época que los jóvenes hacen suyo. No se trata de reductos de viejos. Los turistas y las variadas generaciones le dan un aire de actualidad. Tal vez el secreto esté en que los bares parisinos conservan cierta ceremonia, cierto ritual que viene de su amor a la comida.
Cuando se hace de noche en París, cuando la gente vuelve a casa o se dispone a salir, hay un movimiento intenso que parece darlo vuelta todo.
Entro a la librería Galimar, maciza, antigua, con el registro anterior a las librerías de cadena. Hay algo de la infancia, de la forma de apilar los libros, de enfrentar esos estantes poblados de volúmenes, preparados para el lector conocedor no para aquel que compra novedades, que tienen que ver con mis primeras experiencias en las librerías.
Compro Antígona en francés porque me había propuesto conseguir una obra de teatro francesa que ya tuviera en castellano para practicar el idioma.
Los libros traen el precio escrito en la contratapa. Sin etiquetas, con la cifra dibujada, igual que el texto que presenta el libro. Y es algo lógico porque los precios los fijan las editoriales y porque de ese modo ese precio es inamovible, parte de la identidad del volumen.