domingo, 28 de noviembre de 2010

Algo más que nostalgia de la correspondencia


Una versión de esta nota fue publicada en el Suplemento Las 12 del diario Página/12 el viernes 20 de noviembre

Muestra: Fragmentos de archivo y libro Artecorreo de Graciela Gutiérrez Marx

Por Alejandra Varela

Viajar en barco a Europa en 1978, casarse con un alemán en inglés, parecen escenas de una película. Mucho más si la protagonista es una joven artista plástica que está descubriendo el Artecorreo como un recurso de resistencia frente a la dictadura, como un modo secreto y sorprendente de gritar el dolor entre letras y estampillas en un espacio y un tiempo que no entienden de límites. La mujer de esta película siente que debe dar a conocer el terror que se vive en la Argentina y se le ocurre navegar a Génova y enviar una grabación a sus contactos del Artecorreo con un nombre y una dirección falsa.“No puedo hacerme dueña de la palabra de un pueblo que sufre desde adentro lo que guardo dolorosamente desde un afuera momentáneo. Cómo comunicar lo que sucede entre los aullidos/sirenas del estado de sitio y el dolor de las familias con hijos e hijas capturados por las patrullas infernales”.La voz de Graciela Gutiérrez Marx es tan real como ese tono de ficción que adquieren ciertas vidas intensas. Aquellas que no reconocen diferencias entre el arte y los modos cotidianos de enfrentar la historia.
Gutiérrez Marx abre su archivo de Artecorreo y lo despliega en una sala del MACLA, contenido entre vitrinas y arrullado en la canción de un poema dadaísta que Cecilia Cánepa lee en la presentación del libro Artecorreo. Artistas invisibles en la red .Vuelve por unas horas ese fervor de vanguardias que la ciudad de La Plata supo contemplar y que tiene en Graciela a una de sus testigos. En el libro se propone reconstruir un itinerario de la inabarcable historia del mail-art, aquella que se enlaza con su biografía, que tiene su impronta y que dialoga en tensión con todos los otros relatos posibles.
En los años 60, Gutiérrez Marx es una de las pocas mujeres que se anima a internarse en la carrera de escultura de la Facultad de Bellas Artes.“En la cartera chanel, en vez de sacar pañuelitos y esas cosas ,llevaba adentro el martillo, la tenaza, la lezna. No quedaba muy femenino. Además el sólo hecho de estar trabajando con estructuras grades, soldando, daba un aspecto medio raro. Por un lado cierto temor, en los más tradicionalistas y por otro cierto desmerecimiento. Nuestro profesor, que era excelente, nos decía en el taller de escultura: amasen, ravioleras, cuando preparábamos la arcilla”.
La joven estudiante, hija única, ajena al atuendo y las modas de Bellas Artes, entendió que tenía que fortalecer su carácter para enfrentar estas obstrucciones. Correr a llorar al baño no era una alternativa, debía persistir y terminar la carrera.“El tema de la resistencia está a lo largo de toda mi vida y por eso entro tan bien en la propuesta del Artecorreo”
Arrancar al arte la máscara de lo sagrado para salpicarla del barro de la vida es el clamor donde el objeto se convierte en palabra. La acción personal reemplaza al arte que agoniza expuesto como luminosa mercancía.“Manuel López Blanco, que me había elegido como ayudante de cátedra, fue mi primer gran maestro. Él puso en crisis el rol del artista en la sociedad. Se lo dijo a toda la Facultad pero a mi me pegó, según algunos mal pero yo creo que bien. Siempre me estuve cuestionando, desde las primera muestras, ¿para qué producía? ¿para vender? No me interesaba. Yo expuse en lugares muy buenos, me llegaron a invitar al Di Tella y dije que no porque me di cuenta de que Buenos Aires no era para mi”.
Un espíritu revulsivo lleva a la creación constante. No se trata de una obra acabada bajo la autoría de un genio, sino de un arte de base donde florecen no artistas. El artecorreo es una fiesta permanente. Un modo de esconderse cuando la visibilidad es un peligro y de lograr presencia frente a la desaparición, el silencio impuesto. Tiene la facultad de despertar al artista que hay en cada receptor. Ante la sorpresa de un envío postal que encierra una pieza artística a la que deberá agregar, emplastar como un colage infantil, tocar y pasar, la obra desaparece como mercancía para convertirse en regalo.
“Conozco a Edgardo Vigo en el Colegio Nacional. Él hablaba del artecorreo, la poesía concreta pero no me decía como hacer para conectarme. Cometió el error de llevarme a Buenos Aires y presentarme a sus amigos, entre ellos Horacio Zavala. A la segunda o tercera vez que hablamos me preguntó porqué no participaba y le expliqué que Vigo no me ayudaba, me decía: Averigualo. Entonces Zavala me prometió que iba a enviarme algunas invitaciones: te las ensobro y pasado mañana las tenés en tu casa. A mi me dio un ataque de pánico porque yo nunca había recibido nada y lo primero que recibo es una invitación para participar en una muestra de sellos de goma.¿Cómo los hacía? Le preguntaba a Vigo y me contestaba: Yo no sé nada, que te explique Zavala. “
Las pruebas implacables que ese mito platense del artecorreo llamado Vigo le impuso a Gutiérrez Marx iban hilando refinadas estrategias, como un combustible mágico que alimentaba su imaginación. Graciela reconoce haber tenido muchos Rodin en su vida pero siempre salió victoriosa, eludiendo el destino de locura de Camile Claudel
“A partir del lugar que me dio López Blanco supe enfrentar al hombre, porque él no era machista, como mi papá que tampoco era machista, entonces yo no entendía lo que era ser machista. Manolo me trataba como correspondía, de igual a igual aceptando mi condición de mujer. De allí salió la resistencia porque es un doble juego, vos te arrojás, te aventurás pero al mismo tiempo tenés que tener la fuerza para resistir y tratar de que eso no te mate .Sé que es un logro porque esto no te lo regala nadie, es un fuerte trabajo.“
El ensimismamiento de Ray Johnson, uno de los padres del artecorreo que hizo de la palabra nothing una bandera para terminar convirtiendo su suicidio en un acto performático, contrasta
con el aullido que le dio identidad a un grupo de artistas desplazados en los años de la dictadura. Cuando fueron echados de sus trabajos, cuando las muestras debían interrumpirse ante las amenazas, el artecorreo cobraba una fuerza inevitable. Llegaban sospechosas cartas de Europa del Este a la casa racionalista de Gutiérrez Marx. Alguna mañana de cumpleaños se sorprendió al encontrar una obra suya publicada en un exótico libro importado, logró enviar siluetas de desaparecidos con una leyenda que sostenía “testimonio de una poética de creación colectiva que no me pertenece“.
El jardín de infantes de su hijo fue la estación de un correo de cucarachas con la complicidad de un cartero poeta. Al llegar la democracia Gutiérrez Marx buscó trasladar ese umbral de anarquismo inocente al centro de la calle.
“Ahora dicen que El Tendedero, poema colectivo colgante, es la primer intervención urbana que se hizo en La Plata pero no fue premeditado, después se le dio ese nombre. Me salió porque convocan para el Primer Fogón de la Cultura Popular y la idea inmediata fue sacar los cuadros y las esculturas a la plaza. Yo dije no, se tiene que poder hacer otra cosa, porque estaba muy alimentada de lo que me llegaba de distintos lugares. Había visto la obra de Diego Barbosa en México, toda una procesión de gente debajo de un gran trapo pintado por ellos mismos y caminaban como si bailaran .Sacaba a mi madre a dar vueltas los fines de semana y como venimos de un origen muy humilde íbamos a los márgenes. Lo que más nos gustaba, algo que observé también cuando militaba en la villa, es como colgaban la ropa, yo también sé hacerlo muy bien, es colgarla como si la plancharas con la mano. Esa ropa tan bien lavada en el medio del barro.”
La compañía de la Tierra Malamada buscó ser una crónica visual de los desaparecidos vivos, aquellas personas que habían sobrevivido a la dictadura desde el exilio interno, alejadas de toda heroicidad, seres anónimos que se manifestaban colgando un corpiño de ama de casa con un cartel que señalaba:“Testigo transparente de los primeros biberones de mis mellizos. Viva el arte popular.”
Dentro de la multiplicidad de voces del Artecorreo, Gutiérrez Marx se encuentra con el artista italiano Bruno Talpo al descubrir que la mayor obra de arte latinoamericano es la supervivencia.“Todavía sigo siendo la piba, a esta edad es tragicómico. Yo digo: Che piba andá a comprar cigarrillos al kiosco. Pero no porque fuera más chica sino porque me veían más chica en potencia. Tal vez me valoran más ahora pero seguís siendo menor, no por maldad, por una formación generacional”

La Muestra Fragmentos de archivo puede visitarse en el Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano (MACLA) ubicado en el Centro Cultural Pasaje Dardo Rocha calle 50 (6y7) sala 8, hasta el 28 de noviembre.
Para adquirir el libro Artecorreo. Artistas invisibles en la red, escribir a artistasinvisibles@yahoo.com.ar

domingo, 21 de noviembre de 2010

Los muertos


La prohibición que desde épocas arcaicas obliga a enterrar a los muertos es una señal del rechazo de la violencia. El desaparecido funcionaría como la negación de la violencia al borrar de la esfera pública no sólo su asesinato sino su cuerpo. Esa violencia que el estado realiza a escondidas debe ser negada por toda la sociedad. Ese acto, doblemente violento, se le impone a toda una comunidad que deberá reproducir el discurso de los asesinos. Así se pondrán en duda las denuncias, se dirá que nada ha ocurrido, la sociedad elegirá la opción más tranquilizadora, la de creer que nada pasó, que se trata sólo de habladurías.

El miedo al contagio frente a la descomposición del cadáver es también la comprobación de esa violencia. Lo que ese acto genera en quien observa es la náusea. Ese asco puede ser peligroso porque el rechazo a ese dolor descarnado reafirma la prohibición del “No matarás”.

En la época clásica algunos autores, como Aristóteles, tenían la teoría de que la vida surgía de la podredumbre. Se temía al horror y la atracción que la podredumbre generaba en los sujetos. Desde este lugar también puede leerse la prohibición de enterrar el cadáver de Polinice que realiza Creonte en “Antígona” de Sófocles. El rey Creonte quiere ofrecer el espectáculo de la putrefacción del cadáver de Polinice a toda la ciudad. No busca ocultar la violencia sino expandirla con el aroma del cadáver, ofrecer al pueblo tebano el espectáculo de las aves carroñeras destrozando el cuerpo muerto. Antígona se revela frente a esa prohibición en nombre de los dioses y ellos ejecutan el castigo hacia Creonte porque ese espectáculo que produce náuseas es demasiado peligroso, puede enardecer a un pueblo, puede mostrarle de cuanto horror un monarca es capaz.

Pero ¿qué pasa cuando una sociedad comienza a regodearse con las escena que en tiempos arcaicos le provocaron horror? ¿A esto se le llama civilización, a la normalización de la violencia?

“La muerte de una generación exige una nueva generación”, proclama Georges Bataille en “El erotismo” . Hacer desaparecer a una generación y robar sus hijos como un modo de poner en su lugar a seres nuevos, domesticados bajo los mecanismos de la apropiación. Reemplazar al muerto por una nueva generación despolitizada.

Pero sus planes fracasaron o no se cumplieron del todo porque la tarea de recuperación de la identidad que realizan las Abuelas de Plaza de Mayo implica un nuevo nacimiento. Ese sujeto reaparece bajo una forma nueva. El desaparecido se reencarna simbólicamente en su hijo que viene a reivindicar su tarea. Las Abuelas de este modo cumplen con una de las primeras consignas de las Madres de Plaza de Mayo “Aparición con vida”

La trasgresión es de carácter ilógico. “No existe prohibición que no pueda ser transgredida”, sostiene Bataille.

Oscar del Barco piensa la prohibición del “No matarás” como un mandato que no debería ser transgredido. La idea del “No matarás” supone en si misma la posibilidad de matar. Porque existe esta prohibición existe la guerra.

La violencia organizada de la guerra, esa violencia política a la que se refiere Del Barco, es producto de la prohibición. Por esta razón es prácticamente imposible buscar en el “No matarás” la afirmación de la no violencia porque ese mandato mismo es el que la genera. Si nos proponemos pensar una política donde la muerte no esté justificada bajo ninguna causa, bajo ningún valor supremo que la convierta en una herramienta más, debemos sostener su ausencia, su negación a matar bajo otro concepto, deberemos crear condiciones para que eso no ocurra pero el principal error de Del Barco ( a mi modesto entender) es afirmar su repudio a la violencia en un mandato bíblico, en una prohibición. El mismo Bataille señala que la religión es una simplificación. El sustento de la elaborada filosofía de Del Barco pareciera ser: no hay que matar porque está mal, incluso, no hay que pensar el porqué, no se debe matar y punto, como algo que no merece ser cuestionado. Esa imposición es la certeza de que el “No matarás” no podrá cumplirse.
El tabú apunta a la sensibilidad, no a la inteligencia. “La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social”. Funcionan como elementos complementarios, no como opuestos

En el mundo arcaico los rituales que posibilitaban esa aparición desmedida de la violencia bajo toda sus formas eran tan importantes como el entierro de los muertos. Es decir la prohibición y la transgresión que encarnaba el ritual eran factores igualmente necesarios para mantener el orden social.

En “Las Bacantes” de Eurípides el castigo a Penteo es por haber intentado impedir que el ritual se cumpliera. Si bien la tragedia se ofrece como una propaganda en contra de las fiestas Dionisíacas el personaje que se propone la prohibición de la máxima bacanal griega es muerto a manos de su madre que está fuera de sí, presa del estado embriagador de Dionisio y lo asesina al confundirlo con un animal.La misma prohibición desata el peor de los crímenes.

“La religión es quien ordena la transgresión de las prohibiciones”, insiste Bataille. El “No matarás funciona prácticamente como una incitación a matar.

sábado, 13 de noviembre de 2010

La memoria


Días antes de la muerte de Néstor Kirchner( de esa dolorosa fatalidad que nos sorprendió cuando muchos creíamos que esta vez íbamos a poder eludir nuestro destino) cierto progresismo estaba atacando, tal vez el aporte menos discutible de su gobierno:la política de derechos humanos.

Mucho se ha dicho sobre este tema pero hoy, a modo de homenaje y también como una manera de mitigar el dolor por su muerte, quiero agregar un aspecto menos comentado.

Durante los años noventa la militancia en derechos humanos funcionaba, en la mayoría de los casos, como una fuga hacia el pasado. Por estos días Martín Caparrós recordaba una frase que en su momento observé como una señal de lucidez: Hay que olvidar los 70, dijo después de sacar el segundo tomo de “La Voluntad”. Ese gesto era mucho más complejo de lo que parece. Por un lado investigaba sobre la militancia setentista (es decir convertía el ejercicio de la memoria en un volumen histórico) pero por otro lado señalaba algo que estaba ocurriendo en ese momento. Los derechos humanos funcionaban como un desvío para refugiarse frente a las frustraciones de ese presente. Mientras vivíamos en una época que nos expulsaba como protagonistas, donde no podíamos intervenir en la realidad para transformarla, los años setenta se idealizaban cada vez más. La memoria se convertía en un ejercicio regresivo.Pero pasaba algo mucho más importante: la discusión sobre los setenta y la militancia en derechos humanos se volvían tareas inofensivas. El poder parecía exclamar : déjenlos conformarse con el recuerdo. Muchos progresistas adherían a esas causas porque las consideraban perdidas, es decir con poca posibilidad de incidir sobre la realidad.

En una charla en el Foro Gandhi, un prestigioso intelectual del campo nacional y popular (no recuerdo si era Dardo Scavino o Nicolás Casullo) advirtió que la frase “No se olviden de Cabezas” la podíamos estar diciendo cualquiera de nosotros o sus asesinos. Es decir, los asesinos también quieren que recordemos.

La gran transformación que realizó Néstor Kirchner fue convertir esa política de derechos humanos y esa discusión sobre los setenta en presente. Todavía muchos progresistas, unidos sin quererlo a la peor derecha, no le perdonan que haya convertido el fracaso en una posibilidad de justicia, que haya trocado la derrota en una forma impensada de la victoria.

Lejos de la crítica más trillada de ese progresismo donde se alista Caparrós al sostener que “el kirchnerismo se ocupa de los derechos humanos de los setenta y no de los derechos humanos del presente”, el verdadero cambio de Kirchner, el dato novedoso, fue que esa política de los derechos humanos se articuló con la coyuntura y se convirtió en una intervención historiográfica. El error de Caparrós es no haberse permitido cambiar y reconocer que esa formulación de los noventa perdía sentido a partir de las decisiones concretas tomadas por los gobiernos kirchneristas. Cuando lo escuché hace unos meses recurrir a esa frase sin la menor posibilidad de admitir la variable histórica a la que había sido sometida, comprobé una vez más que su soberbia reside en exigirle a los otros acciones que él es incapaz de realizar.

Por un lado están los juicios con todos sus riesgos. La desaparición de Julio López es la prueba más dolorosa de la vigencia de ese poder militar sobre el presente.

También está el conflicto con el diario Clarín, el modo en que se apropiaron de Papel Prensa y de los bebés que eran por ese entonces Marcela y Felipe. ¿Por qué el progresismo de Lanata y Caparrós rechazan esta contienda? No sólo por narcisismo, por la pose superficial de querer llevar siempre la contra, sino porque eran justamente ellos los que, contrariando su discurso, se ocupaban de esos temas cuando estaban cautelosamente destinados a formar parte del pasado. Cuando el gobierno decide traerlos a nuestro presente, cuando funcionan como el disparador para cuestionarnos el relato de Clarín, cuando se exponen pruebas, acusaciones, testimonios que delatan torturas, robos, apropiaciones, defender los derechos humanos implica asumir las consecuencias que se hacen carne en esta palpable actualidad.

Entonces el empeño por quitarle verdad a una política que en su institucionalización instala un piso común de reconocimiento a una serie de reclamos básicos que esos mismos progresistas defendían. Se dirá que jamás los Kirchner se ocuparon de los derechos humanos, que sacan ventaja política, que hacen demagogia, cuando en realidad vuelven a iluminar conflictos que incomodan a una sociedad que, como decía Casullo, siente una culpa no asumida por su comportamiento durante los años del terrorismo de estado. Hablar de los setenta es hoy una incomodidad porque nos reclama un cuestionamiento sobre nuestra propia historia y sobre nuestras acciones del presente, más allá de que hayamos o no vivido esa época.

Ya comenté en un post escrito en pleno conflicto con la patronal rural, ese texto de Beatriz Sarlo donde le reprochaba a Cristina Fernández, vincular a esa sociedad rural que presidía Luciano Miguenz, con aquella que había apoyado numerosos golpes de estado. ¿Por qué ? , me preguntaba en ese entonces. Porque al articular lo coyuntural con lo histórico la discusión toma otra envergadura y el conflicto se profundiza. Si olvidamos, si dejamos de medir a nuestro contrincantes desde su devenir histórico, podemos eludir con más facilidad el conflicto.

La crispación de Néstor Kirchner no era más que un modo de hacer palpable en un cuerpo la voluntad de justicia. Porque el tema de los derechos humanos recuperó su dimensión histórica y su presente, exacerbó el conflicto. Hacer del pasado presente para resolverlo y efectivizar una forma de justicia es abrir el espacio para que los hechos de ese pasado tengan consecuencias. Y las consecuencias nos salpican a todos. Vivir en un país donde las acciones producen consecuencias fue el gran logro que facilitó Kirchner. La impunidad implicaba que el pasado dejaba de ser peligroso.

Dije sobre ese texto de Sarlo que la prestigiosa intelectual argentina realizaba una apología del olvido al pedirle a la Presidenta desligar a la sociedad rural de su trama histórica.

Junto a la cureña, en plena capilla ardiente, se vio otro modo de hacer presente los derechos humanos. Vimos explotar por las calles la ciudadanía. Ir a llorar a Kirchner fue revelarse sobre la sentencia que decía que nombrarlo era en sí mismo una infamia. Esos gritos, esa necesidad de expresarse, de decir “Fuerza Cristina”, eran un modo de manifestar un sentimiento que estaba condenado a permanecer oculto. Éramos mirados de costado si defendíamos al gobierno, frases macartistas negaban nuestra existencia. Se daba por descontado que todos pensaban igual. Tantos aceptaron que el kirchnerismo estaba agonizando que decenas de miles tuvieron que salir a mostrar su deseo de que no terminara.

La muerte de Kirchner nos duele y lloramos frente a todos, perdimos la vergüenza. Él nos enseñó a dejar de lado los modales cuando tenemos que pelear por nuestros derechos. La historia no se construye con prolijidad, sino despeinados y desalineados.

De todas las frases que escuché por estos días me quedo con una: “Fue el político que me sacó la venda de los ojos”, dijo un señor cercano a los sesenta. Me resulta difícil encontrar un ejemplo que señale con más evidencia el modo en que Kirchner convirtió la discusión sobre el pasado en presente.

sábado, 6 de noviembre de 2010

La escritura cartonera


Una versión de esta nota se publicó el viernes 29 de octubre en el diario Página/12

Por Alejandra Varela
Hundir la mano en una montaña de hojas y sacar de allí la palabra enterrada que delata un amor homosexual oculto y reprimido entre Kracauer y T. W Adorno, sólo posible en el no lugar del lenguaje. O descubrir como una perla la ambigüedad sexual de un icono del cine mudo, Conrad Veid, quien interpretara a César en“El gabinete del doctor calegari.“ Este ejercicio de hurgar en lo lateral con pretensiones de maldito, palpita en el libro“Cuadernos”que por estos días vuelve a ubicar el nombre de Juan José Sebreli en las mesas de novedades .
Una escritura de borrador, plagada de historias prescindibles. Bocetos de un flänuer que ha decidido cambiar la calle por las hojas manuables de una libreta, fácil de llevar a un café y registrar el fluir de una conciencia maligna que rastrea en las comunidades masculinas de la Alemania de principios de siglo, para cruzar un apunte nada azaroso sobre los escasos amores perdurables de Carlos Gardel en tensión con sus amistades varoniles eternas.
Si existiera un hilo conductor entre las anotaciones casuales que Sebreli impone al amparo de un estilo benjaminiano, sería esa capacidad de reconocer la homosexualidad como un modo de mirar, de iluminar aquellas relaciones que durante mucho tiempo fueron apenas insinuadas en el cine y la literatura. Allí está su ojo, narrando desde la complicidad de quien sabe reconocerse en ese tono decadentista en el que se escuda Thomas Mann para escribir su“Muerte en Venecia”
En la acumulación de notas, en el modo conflictivo de unir sus devaneos, Sebreli intenta plantar otra idea de la que se desentiende cómo si evitara el combate. Se la tira al lector para que comparta ese delicioso morbo de escarbar en el deshecho de papeles, de disfrutar de una escritura sin argumentación, sin investigación, sólo afirmada en el placer ocioso de escribir.
Pero se asoma otra capa en este libro de editorial Sudamericana.“Cuadernos” podría ser un intento autobiográfico de Sebreli, construido a partir de las escenas abandonadas para“El tiempo de una vida”. Sin embargo el autor surge como un personaje de sus relatos pero a la vez se esconde. Luce amistades de apellidos ilustres, piezas de una aristocracia perdida ,como alguien que espía contra el vidrio a una clase social a la que no pertenece pero que utiliza para construir crónicas donde ciertos personajes extirpados de su linaje se convierten en la expresión de su decadencia.
Dialoga todo el tiempo con un texto al que pareciera querer imitar, el voluminoso diario que escribió Adolfo Bioy Casares sobre sus domésticas conversaciones con Borges pero Sebreli no se anima a dar ese paso, prefiere quedarse en la indeterminación de quien se evade y hace de la fuga una estética .
Su estilográfica ata al cuaderno de apuntes un catálogo de raros donde la homosexualidad y la andrógina son también una pose que se ostenta, una culpa nunca resuelta para Oscar Masotta, un recurso trasgresor para Osvaldo Lamborghini. Sebreli deconstruye sus disfraces, desnuda lo que otros trasvisten. La escritura siempre es ficción, aunque sea el testimonio de un recuerdo. Sebreli recupera esa forma extrema de la crítica que aprendió en sus amistades juveniles con Carlos Correas y Masotta, al transcribir la vieja costumbre de hablar mal del otro. El fantasma de Correas lo aplasta porque “Cuadernos” no llega a ser un ensayo negro como lo fue“Operación Masotta”. Sebreli se presenta como un escritor marginal pero ya nadie puede creerse la invensión de su personaje.
En sus descripciones traza islotes que hacen evidente las grandes ausencias. Los trazos que reducen la experiencia homosexual actual a la agrupación “Putos peronistas”, que para Sebreli expresa una imposibilitada histórica, o la manera en que el sistema vuelve en objeto de consumo el cuerpo de un joven taxi boy ,encandilan el silencio de Sebreli hacia los últimos derechos conquistados.
Tal vez exista una nostalgia no asumida por aquellas épocas donde ser gay implicaba un lenguaje enmarañado, intrincado y perciba la visibilidad de estos tiempos como una simplificación a la que observa sin entusiasmos.