domingo, 13 de diciembre de 2009

El subsuelo de la patria sublevado



En los últimos días escuché dos frases que, a pesar de su simpleza y, hasta podríamos decir, su evidencia, no dejaron de aportarme una cuota de luminosidad, una manera sutil de mirar lo real desde otra perspectiva.
La primera la dijo Rafael Bielsa en su programa “Café las palabras”, al hacer referencia a un personaje televisivo cuyo único mérito parece ser , ostentar el valor de sus relojes y los gastos desmesurados que realiza en una noche de juerga. Bielsa señaló: “A nosotros nos molesta porque venimos de una cultura política a la que le duele la pobreza”. Entendí que en ese nosotros no sólo incluía a sus compañeros de mesa de café, Artemio López y Eduardo Valdez sino al grupo (que imagino no muy numeroso) que cada viernes disfrutábamos de ese programa. Todos los días comprobamos que existen muchísimas personas a las que la pobreza no les duele. Los que venimos de una militancia de izquierda o peronista, muchas veces caemos en la ingenuidad de creer que ese es un estado natural de cualquier sujeto. Tal vez debería serlo pero no lo es. En estos momentos estoy leyendo un libro que se llama “Retórica especulativa” donde su autor, Pascal Quignard, sostiene que el hombre, ancestralmente, se identificó con el predador a quien temía y se volvió predador para no ser presa. Quignard, asegura con una escritura deslumbrantemente poética pero no por eso menos hiriente, que no hemos avanzado en nada, que negamos ese pasado, ese origen y que queremos taparlo pero permanentemente hacernos referencia a él. La característica del ser humano es que puede ser inhumano, escribió Primo Levi.
En momentos como este donde la falta de dolor hacia el padecimiento del otro resulta inexistente para buena parte de la población, lo que se pone en juego no es sólo una política de seguridad o inseguridad, sino una definición de cada uno de nosotros como sujetos.
Y aquí voy a sumar la segunda frase.
Estaba mirando el primer video que editó Página/12 sobre las clases de José Pablo Feinmann y, frente a una de las preguntas del auditorio, Feinmann arriesgó una hipótesis que no es muy novedosa pero que tal vez fue formulada de un modo que me despertó muchísimas ganas de seguir indagando en esa suposición y en sus consecuencias. Ante a la pregunta de si el marginado, el desclasado, el piquetero podía ser el nuevo sujeto social, Feinmann aseguró que eso era perfectamente posible y que por esa razón la clase media le tiene tanto miedo a lo que ella llama “los negros”. Esta sociedad no sabe que hacer con ellos, continua Feinmann, pueden tratar de aniquilarlos con el paco como hizo Giuliani pero no creo que pueda. La lectura de Feinmann es que aquello que los medios designan bajo el nombre de inseguridad no es más que la rebelión de los descalzados. Detrás del robo, de las ganas de conseguir dinero ( y esto ya corre por mi cuenta) estaría el deseo de vengarse de una sociedad que los desprecia, ese es el modo no organizado, no politizado de la revuelta, un modo que no puede contener a la izquierda sino que es sólo de ellos, de los desclasados, desplazados y oprimidos. “Eso sí, nos van a matar a todos”, sentenció Feinmann. En su odio, en sus ganas de venganza no van a diferenciarnos por ideologías.
Tal vez la derecha entienda esto con mucha más claridad que nosotros, con menos pudor, por eso llama a reprimir, por eso no siente piedad porque es su vida o la de ellos.
Si lo que Feinmann piensa fuera verdad el dilema como sujetos se multiplica. Vivir en una sociedad implica asumir responsabilidades y consecuencias. Ninguno de nosotros es inocente sobre la historia que construimos como país. Los crímenes de la dictadura, la masacre como nación que sufrimos en los noventa, la bancarrota del 2001, no pueden ser superadas sin que tengamos que pagar un precio, un costo como sociedad. Hemos herido a muchos seres humanos con distintas cuotas de responsabilidad. Pasar por una crisis profunda siempre deja alguna secuela. Aquí se pretende desligarse del pasado en cada nuevo trazo histórico. La ideología del olvido no sólo es desplegada por los represores o por Abel Posse para eludir consecuencias, es una estrategia a la que toda la sociedad argentina recurre cuando no quiere hacerse cargo de sus complicidades, de sus silencios, de su falta de solidaridad, de ese individualismo que demonizó a los piqueteros en cuanto el kirchnerismo le permitió a la clase media recuperarse.
Yo creo que si o que Feinmann supone es el destino que nos espera elijo cuidarme, elijo ser precavida, ser realista pero no elijo entrar en la lógica asesina que no propone la derecha como refugio. No podría irme a vivir a un barrio cerrado, no quisiera un micro mundo artificial, ficticio. No me interesa negar los riesgos de esta sociedad porque creo que vivir en sociedad, pertenecer a un país y a una historia implica riesgos. No acepté irme del país en el 2002 cuando la moda era irse, cuando lo lógico, lo políticamente correcto era irse porque creo, con el peligro de sonar ridícula, que no hay que dejar el país cuando las cosas están mal sino cuando se normalizan porque uno no abandona a su familia en plena tempestad. Pertenecer a este país y a esta realidad es una parte sustancial de mi vida y quiero asumirla con todo lo que esto implica. No se trata de inmolarse, ni de tomar una pose.
Algunas personas creen que merecen vivir una vida donde no existan los pobres, ni las amenazas, donde, como en el personaje de Capusoto, al menos ellos no los vean porque afean el paisaje. Pero tal vez se trate de otra versión. Tal vez ellos ven más descarnadamente lo que nosotros atenuamos con nuestro discurso progresista. Donde nosotros vemos a una persona a la que el sistema la ha despojado de oportunidades y busca en el delito una forma de supervivencia, ellos ven la guerra descarnada. Saben que lo que tienen es producto de esa desigualdad y quieren esconderse para que no se los quiten, para que no los maten. Hay una cuota de fatalidad en todo esto que vuelve al tema mucho más difícil de resolver porque la ideología del odio que la derecha propagandiza cada vez con más descaro es incontenible e inmanejable. Soltar el odio es como soltar una peste, se vuelve irracional, se vuelve contagiosa, se vuelve inmanejable y pierde toda estrategia. Es en sí misma, invade a los sujetos y puede ser incurable.

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