domingo, 15 de agosto de 2010
El tiempo de una vida
Esta reseña fue publicada en la revista Ñ en abril de 2007
El detalle de una flor, el armado casi artesanal de un jardín, la percepción intensa de los colores como si la realidad entera fuera un bocado que se atrapa de golpe pero se saborea con lentitud y paciencia. Inmediatamente después la noticia de que los nazis van a implementar una nueva forma de eliminación: el gas. Describe todo aquello que llega a sus oídos sobre los crematorios y no falta el análisis político, el descubrimiento de la pasividad como la característica del hombre moderno. Más tarde la pregunta insistente y casi obsesiva sobre el lenguaje, como suena una palabra en alemán o en francés, qué decisión crucial encierra un verbo o un sustantivo por su lugar en la frase.
Los diferentes tiempos de toda vida compleja, el cruce de temporalidades que van de lo inmediato histórico al tiempo eterno de la literatura, pueblan los diarios del escritor alemán Ernst Jünger: Radiaciones II y III.
La posibilidad de entrar en la forma cotidiana de la guerra para perderla de vista por un momento en el estreno de una obra de Jean Coucteau o en la observación de un cuadro de Georges Braque y volver a ella desde la mirada del hombre atento que descubre como los demás se aferran a sus pequeños pasatiempos para creer, ingenuamente, que el terror dejará de existir, componen la trama de “Radiaciones II”, el diario que escribe Jünger durante la 2da Guerra Mundial donde narra su estadía en Paris bajo la ocupación alemana y su regreso a Kirchhor cuando Francia logra liberarse y ser alemán implica estar en peligro. “¿Qué habrá sido el hombre?”, escribe Jünger y Primo Levi le contestará, años después, que el hombre es alguien capaz de dejar de ser humano. La experiencia del nazismo despertó en los pensadores y artistas alemanes una reflexión extrema sobre la condición humana que los llevó, como en el caso de Jünger, a ver la vida entera desde ese tamiz y ya desde ningún otro. Primo Levi lo descubrió en los campos de concentración, Jünger desde su lugar de cronista: “Un bomba que cayó sobre un puente arrojó al Sena a muchos transeúntes cuyos cadáveres están siendo ahora sacados de las aguas como si se los pescase. En aquel mismo instante deambulaba en el otro extremo del bosque una alegre muchedumbre de personas elegantemente vestidas, disfrutando de los árboles, de las flores, del suave aire primaveral. Es la cabeza de Jano de nuestro tiempo”
Jünger no deja de reconocerse como parte de ese débil mecanismo de supervivencia. Él también se aferra a la amistad, a sus caminatas matinales, a los libros como parte de la resistencia en su integridad pero encuentra en la escritura un tábano implacable que lo rescata de toda apatía.
Y, tal vez, la verdadera historia que cuenta Jünger en sus diarios, no sea la del hombre que regala como en una confesión, un susurro al lector, los grises de los hechos al señalar que la resistencia en el Guetto de Varsovia reconcilia a los judíos con esas épocas donde habían elegido la lucha “frente a Tito o durante las persecuciones de las Cruzadas” y descubre que “algunos alemanes se han puesto de su lado”. Alguien que recibe misteriosas cartas de una mujer a la que llama “Flor de Fuego” y se niega a nombrar a Hitler, a escribir su nombre y prefiere marcarlo con el apodo de Kniébolo, que descubre la complicidad desconcertante del pueblo alemán con ese líder que seduce, pero que no puede escapar a la lógica de su época y tiene expresiones incómodas como “superioridad de espíritu” y desconfía de todo lo que implique muchedumbre.
Es decir, no es sólo la posibilidad de vivir la caída de Benito Musolini o el suicidio de Hitler con esa lentitud desconocida de las noticias. La lectura de “Radiaciones II” encuentra su eje dramático en una pregunta en la que el lector se trenza con su autor: ¿Hasta dónde es posible seguir escribiendo?”
La escritura supone una distancia, la época ejercita en la normalización de lo terrible. Así la noticia del arresto de Ernstel, su hijo que estaba cumpliendo el Servicio Militar como aprendiz de Marina, es narrada como un hecho inevitable pero cuando la frase que escribe es: “¡Ernstel muerto, caído, mi buen niño! Surge la sorpresa ante la obediente necesidad de contar. Escribir el dolor es el modo de demostrar que es la escritura quien da cuerpo al sujeto y le impide vivir como un personaje plano, fácil de ser llevado por la tormenta de los hechos. No se trata de sobreponerse o, simplemente, padecer, sino de desprenderse de las determinaciones externas como la única posibilidad de lectura y persistir en el armado de una voz personal. Jünger y su esposa (a la que tiernamente llama “Perpetua”) irradian el espíritu de una época que parece haberse perdido. La preocupación por la preservación es secundaria frente a la obligación de estar a la altura de la historia, de convertirse en los sujetos que la época reclama. Entender que sólo se sobrevive desde la implicancia. Por eso albergan en su casa a los refugiados al final de la guerra, por eso Jünger trabaja meticulosamente en el “Llamamiento”, un documento destinado a pensar cómo se vive después de la derrota, del mismo modo que Adorno se preguntó: “¿Cómo escribir poesía después de Auswitch?”
“El dolor es como una lluvia, que primero cae en tromba y luego va calando lentamente en la tierra. El espíritu no la capta de una vez. También nosotros hemos entrado ahora en la verdadera, en la única comunidad de esta guerra, en su fraternidad secreta”
La belleza de la escritura sugiere una distancia, la del “hombre que no sobreestima el terror y se niega a inclinarse ante él”
Cuando la guerra se termina Kniébolo vuelve a ser Hitler. El hombre que ha perdido el poder ya puede ser nombrado.
En la segunda mitad de la década del sesenta Jünger se convierte en un viajero. Su objetivo será entenderse con una ciudad, recorrerla como un extranjero. Entrar en la experiencia simmeliana de descubrir la cotidianidad del otro y tratar de quedarse con esa vivencia de un modo tan íntimo que lo obligue a entrar en combate con las urgencias y los ritmos vertiginosos del buen turista.
En “Pasados los setenta” (Radiaciones III), Jünger propone una visita por la vejez y obliga a someterse a un tiempo donde la excesiva preocupación por los detalles, por la escritura de esa serenidad, es una característica de su cualidad de observador.
Puede resultar difícil, pedregoso entrar en la piel, en el cuerpo de la vejez y verla casi desde su mismo lente. El recuerdo, la indagación excesiva en sí mismo, la comprensión de ciertas moralidades que ya parecen no servir porque el cuerpo no acompaña y el disfrute sorprendente de acercarse a la plenitud.
Radiaciones es la palabra que sintetiza un modo de describir recurrente en Jünger, donde las personas y los objetos emanan una luz especial que los delata en sus intenciones, una suerte de espíritu o energía que conecta con lo sensible, lo que se percibe del otro y que él jamás dice. Jünger aprendió a desconfiar de la racionalidad. El relato de su vida le da un lugar central a la narración de sus sueños. Allí están su padre y su hijo muertos, Kniébolo y todas las imágenes incomprensibles que funcionan como oráculo.
Radiaciones II
Ernst Jünger
Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1943 -1948)
Tusquets Editores
605 páginas
Pasados los setenta I
Ernst Jünger
Diarios (1965 – 1970)
Tusquets Editores
591 páginas
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