domingo, 2 de mayo de 2010

Entrevista inédita a Juan Villoro


Publico aquí esta entrevista que le realicé a Juan Villoro en el año 2007 con motivo de la publicación en la Argentina de la novela corta “Llamadas de Ámsterdam” por la desaparecida editorial Interzona.


A veces olvidar es imposible. Juan Jesús escarba como un arqueólogo en las infinitas rutas que pudo tomar su romance con Nuria, roto hace siete años. Ese momento en el que el amor se convierte en una instancia existencial y hace que un divorcio sea la excusa perfecta para tirar a la basura esos cuadros que Juan Jesús jamás terminará de pintar. Una caída que desemboca en una cabina telefónica de la calle Ámsterdam, en la ciudad de México, desde la que Juan Jesús espía la nueva casa de Nuria y descubre que la distancia que puede saldarse al cruzar una cuadra es, en realidad, equivalente a atravesar el océano.
Esta es la historia que se mezcla entre la furia y los bares de México, de sus calles pobladas de una belleza irrespirable. Su autor, Juan Villoro, la bautizó “Llamadas de Ámsterdam”, como si ese título pudiera trae cierta tranquilidad y paseos en bicicleta con el pan colgado en el manubrio.
Interzona es la editorial argentina que sirve de puente y Villoro dice desde México: “La literatura puede ser una épica individual, un secreto entre dos.” Entonces no parece existir diferencia entre pensar, reconstruir, armar una historia de amor y lanzarse a escribir.
Usted dijo alguna vez que la narración es una verdad en sí misma. ¿Acaso los protagonistas de “Llamadas de Ámsterdam” no juegan, por un momento, a ser escritores?
-Creo que todos jugamos a narrarnos, necesitamos planos paralelos para que el caos de la vida diaria adquiera principios y fines reconocibles. Lo interesante es que hacemos esto sin ser conscientes de armar una historia. Los personajes de Llamadas no saben que eso es un relato: quieren cambiar la vida y sólo construyen una historia.
“Llamadas de Ámsterdam” podría pensarse como la disputa de dos narradores. Uno: el que ignora. Otro: el que sabe. Usted elige ubicarse en el lugar del que ignora.
-Hay escritores que comunican algo que saben y escritores que buscan averiguarlo en las páginas. Pertenezco al segundo género. Me parece más atractivo explorar desde el desconocimiento que hablar con la seguridad del que ya sabe lo que va a pasar.
La literatura viene a decir lo que nunca se diría en los hechos. Aquí es donde el lector se convierte en confidente del narrador. ¿Descubrir el lugar donde la literatura se vuelve necesaria o posible, no podría ser una de las claves de la escritura? Lo pienso más allá de ciertas pretensiones de originalidad o de descubrir historias poderosas.

-La pregunta me interesa mucho: hay cosas que sólo se pueden decir desde la narración. El mundo de los datos, el mundo de la información, traza un relato sin investigar mucho el sentido qué puede tener. En cambio, la narración se ocupa de los sucesos para dotarlos de sentidos posibles y permitir una lectura que muchas veces se opone a las convicciones del autor. En “Sábado”, Ian McEwan ofrece muchas facetas para el tema de la guerra de Irak. El personaje que más me atrae a mí, y probablemente a la mayoría de los lectores, es la hija del protagonista, que se opone a la guerra y cree en forma romántica en la potencia del arte. McEwan piensa de modo distinto, pero logra que la novela se oponga a sus convicciones (que no son las de un militante pro-Bush pero tampoco las de un pacifista). Contra las mentiras de Blair (que en la novela confunde al protagonista, que es neurólogo, con un pintor), McEwan presenta verdades oponentes, discursos que compiten y multiplican el sentido: narraciones.
Usted dijo en alguna oportunidad que en su novela “El testigo” se daba, no sólo una reflexión sobre esta figura sino la dificultad para identificar quién es, en realidad, un testigo confiable. ¿El escritor no podría pensarse como un testigo, alguien que siempre tiene una mirada extranjera, más cerca de la observación que de la acción?
-El tema del testigo es esencial a la escritura. Empecé a reflexionar sobre esto al escribir cónicas. En agosto de 1994 fui a la selva tojolabal a un encuentro con el Ejército Zapatista. Se trataba de algo que desafiaba los valores entendidos. Ese mismo año, en enero, los zapatistas se habían levantado en armas al modo guevarista. Pero luego de unos días aceptaron el acuerdo de paz y desarrollaron una guerrilla posmoderna, que no disparaba balas y se representaba a sí misma en comunicados de prensa muy imaginativos. Antes de ir a la selva, Marcos nos mandó un mensaje: “los snobs pueden traer cuchara”. Íbamos a un sitio donde no existen los objetos comunes. Después de tres días en la selva, me hizo falta otro objeto: no me había visto la cara y sentí una especie de vértigo de la identidad, como si me pudiera evaporar en un entorno que no acababa de entender. Vi una camioneta a la distancia y fui en pos del espejo retrovisor. Me asomé ahí y leí la consabida frase que entonces cobró una fuerza oracular: “Las cosas están más cerca de lo que aparentan”. En ese entorno al margen de las convenciones, no había nada más difícil que ser un testigo objetivo. ¿Podría narrar los hechos desde mi confusión, sin comprender la apariencia de las cosas? Escribir no depende de resolver esta pregunta sino de profundizarla. Ser testigo no es una solución, es un problema, por eso mismo tiene sentido: no hay que buscar una respuesta unívoca a los hechos sino narrarlos desde los significados múltiples que permite la perplejidad.
En sus novelas el tema político ocupa un lugar secundario en relación a la anécdota que se cuenta, sin embargo el modo de presentar los vínculos que establecen los personajes implica una lectura política. Se observa el retrato de cierta banalidad en la clase media, como si usted pensara que la vida puede caer con mucha facilidad en la frivolidad. Me refiero al modo dramático que esa banalidad esconde.
-Desde que nací, México está en crisis política. El PRI gobernó durante 71 años y yo voté por primera vez en 1976, cuando sólo había un candidato a la presidencia. No padecimos una dictadura en sentido estricto, pero tampoco tuvimos democracia. Es lo que Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta y lo que, a partir de la alternancia conducida por la derecha, podemos llamar la caricatura perfecta. Vivir en una sociedad tan injusta produce una gran insatisfacción; al mismo tiempo, esto no se vive con el dramatismo de las guerras o las dictaduras, ni con la pasión o el fanatismo que provocan los líderes iluminados o mesiánicos. No tenemos ni la desgracia ni la grandeza de la tragedia. En este drama de baja intensidad la clase media se adapta fácilmente a distintos modos de supervivencia, recurre a mecanismos de negación, banaliza el horror: “Si no podemos cambiar el mundo, podemos beber otro tequila”. Supongo que este desasosiego sin énfasis se ha colado a mis historias. El trasfondo político suele ser el de un desplome en cámara lenta.
En muchas de sus historias los personajes masculinos parecen estar a la deriva, mientras que las mujeres tienen un propósito más claro y crecen frente a las debilidades y titubeos masculinos. ¿Se trata de un diagnóstico, mera casualidad o utilidad práctica?
-En mis primeros cuentos, las mujeres determinaban a los hombres desde la distancia o la ausencia. Eran los planetas hacia los que ellos tendían y en cuya órbita giraban. Poco a poco, los personajes femeninos se hicieron más presentes. Siempre tienen más fuerza y más inteligencia que los hombres. Supongo que esto depende de un aprendizaje de vida. Las mujeres son más fácilmente interiores que los hombres, y en consecuencia son mejores personajes. El hecho de que yo no sea mujer es una limitación que compenso en la escritura. Nabokov dijo que sus personajes temblaban al verlo porque los controlaba con rigor marcial. El titán pudo con todos pero no con una niña con una cicatriz en el tobillo. El peor insulto que Lolita podía decirle a un hombre mayor es: “Hablas como un libro”. ¿Hay mayor desafío que consagrar un libro a esa rebelde?

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