
Este miércoles 28 de abril voy a participar de una mesa en la Feria del Libro, en el marco de las II Jornadas Nacionales de Investigación y Crítica Teatral, organizadas por Aincrit, la asociación de crítica y teoría teatral a la que pertenezco.
El encuentro será a las 13: 30 en la Sala Alfonsina Storni: Nueva(s) dramaturgia(s) del teatro en la Postdictadura. Coordina Araceli Arreche. Participan
Alejandra Varela: La escena sin sujeto: La desaparición del personaje en la dramaturgia de los noventa
Laura Ferraris: Buscar allí en donde el amor se hace
Araceli Arreche, Silvia Sánchez Urite, Melina Alfaro, Ramiro Guggiari : Dramaturgia (s). Acercamiento a la noción desde una perspectiva histórica
Mi exposición no será exactamente la que sigue a continuación pero abordará algunos de estos temas
Sobre el teatro político:
Pocas veces, cuando se piensa la relación entre teatro y política, se hace un uso acertado de este último término. Por lo general, en el arte la política poco tiene que ver con la temática elegida, con el abordaje de alguna conflictividad social, sino con la posibilidad de pensar la obra estética más allá de la mera disciplina. El arte político es aquel que nos permite una mirada novedosa sobre la realidad ya conocida, aquel que aporta un modo diferente de pensar lo cotidiano. De este dato se desprende la posible originalidad de una obra.
Los dramaturgos surgidos en los años noventa impregnaron la escena nacional de despolitización.
La despolitización de ese teatro se explica desde la obsesión casi única por indagar sobre los procedimientos pensándolos desde un armado formal y no narrativo. Se trataba de un teatro meramente subjetivista donde los dramaturgos parecían no entender lo que pasaba a su alrededor y esta incomprensión era producto de un desinterés, un desentendimiento de lo político. Había en ese estado algo que escapaba a una decisión personal. La despolitización era la marca de época y ellos fueron sumisos a esa moda.
Una realidad inexistente:
La realidad (entendida como el escenario donde se desarrollan las acciones que vuelven concretas las relaciones de fuerza entre los distintos sectores sociales) había sido reemplazada por el espacio de lo simbólico. Esa política real, donde los distintos grupos sociales podían presionar con su acción sobre ciertas decisiones de poder, ya no existía más. Menem era la prueba contundente de una política simbólica, mediática, donde la corrupción reemplazaba a la negociación y donde el estado era un mero recurso formal. Con su discurso vacío, Menem destruía la política y sus adversarios debían apostar a intervenciones mediáticas donde denunciar la corrupción.
El teatro acepta esta teoría acríticamente. Se desentiende de la realidad, considera que nada pasa más allá de sus búsquedas estéticas y crea un teatro basado en los procedimientos. Se instauran una serie de recursos estéticos pensados como novedosos que no encierran ninguna narratividad, que trabajan desde el efecto, que generan un teatro para especialistas donde el público debe aceptar las preocupaciones e intenciones de los autores, como propias.
El público, que asistía a las funciones de estos autores y conformaba un número, una cantidad nada despreciable, no existía como concepto en el armado de las obras. El componente social del teatro que obliga a generar mecanismos para que el espectador sienta la necesidad de permanecer y de terminar de dar narratividad al relato, era totalmente desestimado. El público no era tal, sino un grupo de especialistas que debían aceptar y comprender obligatoriamente todo aquello que se presentaba ante sus ojos porque si no eran considerados ignorantes y retrógrados sobre un hacer teatral que exigía su aceptación.
Así como el pueblo era prescindible para hacer política, el concepto de espectador también era, de algún modo, prescindible desde su concepción.
Pero éste no es el único elemento que el teatro de los noventa absorbe de la dramaturgia menemista. Muchos autores, como fue el caso de Rafael Spregelburd, tomaron con humor el patetismo cotidiano en sus obras, no para quitar esa solemnidad, esa lagrimita, ese espíritu quejoso que la parodia supo romper con tanta inteligencia, sino para digerirlo, para tragarnos una vez más una escena sin apelar a ninguna actitud crítica.
Que en la nueva dramaturgia el conflicto se volviera inexistente no era una simple referencia beckettiana, porque en las obras de Samuel Beckett el conflicto existe como materialidad pero los personajes no lo encarnan, de este modo no se desarrolla la acción pero la tensión que se instala en escena entre ese conflicto sin sujeto y esos personajes inactivos, hace visible aquello que debería pasar y, en realidad, no ocurre. En la dramaturgia de los noventa el conflicto directamente no existía y los personajes, sin deseos y sin objetivos, se dedicaban a hablar. El discurso no tenía relación con lo real, ni su parlamento adquiría algún valor objetivo frente a lo real de la escena.
Por lo general, en la historia del teatro, hay una relación asombrosamente idéntica entre la acción de los personajes en escena y la acción del hombre en sociedad. Más allá de las diferencias estéticas e ideológicas. La acción social predominante en una época se ve reflejada (aún de formas diferentes) en las obras teatrales. El realismo se corresponde con una etapa donde los hombres creían que su participación social podía cambiar la realidad, el teatro del absurdo surge partir del nihilismo europeo frente al fracaso de las revoluciones del este y el desencanto ante las atrocidades que el hombre podía producir bajo el imperio de la racionalidad occidental.
El teatro de los noventa estaba en el mismo plano que cualquiera de esos sujetos graduados en la escuela para ciegos que menciona Tennessee Williams al comienzo de “El zoo de cristal”. Buen ejemplo el de Williams y Arthur Miller. Ellos anunciaban en los años cuarenta que el sueño americano era una mentira cuando ese slogan propagandístico no era tan transparente como ahora. También Williams nos mete en “El zoo de cristal” en una casa de clase media, con una vida familiar donde, en apariencia, el conflicto a resolver es casi cursi pero, lejos de aislar a estos sujetos en su drama, hace entrar lo político por todas las hendiduras. Los sujetos están absolutamente determinados por su capacidad para sobrevivir.
¿Qué significó en los noventa eliminar el conflicto y crear personajes que le corrían el cuerpo a la acción? Podríamos decir que fue un claro reflejo de la realidad política de esa época. Sí, pero hay dos factores para precisar con respecto a este tema: en primer lugar el carácter mimético. ¿En qué se diferencia Spregelburd de Roberto Cossa si no puede elaborar una situación real y sólo se limita a ilustrarla en escena (convengamos que exponer la inacción con un actor que no hace nada como recurso es bastante pobre)? Y, en segundo lugar, el rasgo más importante: esa situación es naturalizada en escena, de modo tal que la inercia de los personajes no es discutida sino aceptada como algo totalmente familiar que no marca reflexión alguna.
El relativismo es un elemento clave para entender mucha de esta Nueva Dramaturgia. Todo lo que se dice puede ser falso y toda situación puede ser cualquier otra. En realidad ocurre algo más importante. No hay criterio de verdad o mentira. Suele ser bastante común en esta dramaturgia que lo que ocurre en escena no determine lo que lo que va a pasar en la siguiente, o que ocurran dos situaciones que son absolutamente imposibles: un personaje que muere en una escena y aparece vivo en la escena siguiente sin que esto marque el código ni la narratividad de la obra. En “Faros de color” de Javier Daulte, un matrimonio vuelve a su casa después de una fiesta y llama a la veterinaria par a que atienda a su perro. Finalmente el matrimonio se va y la veterinaria es la dueña de la casa pero nada, en el desarrollo de la historia, hace de este dato un hecho dramático. No hubo un cambio. Las dos situaciones tenían el mismo valor de realidad.
Hay, a su vez, una idea de presente permanente. Lo que ocurrió en la escena anterior no trae consecuencias en la siguiente, no hay sentido temporal, la situación vuelve a empezaren cada escena negando, olvidando lo anterior. No hay idea de lo histórico, siempre se está en el presente.
Nada deja huellas, todo puede negarse y olvidarse. Lo que digo puedo desmentirlo al día siguiente sin que esto signifique una incoherencia. Me saco de encima la carga de los hechos, es tranquilizador pensar en un mundo donde no tenga que rendir cuentas de nada. El terreno de la impunidad absoluta.
El desenfado es la norma. Nada me importa, puedo decir lo que quiera, no por rebeldía, sino por una razón contraria: en la rebeldía el sujeto encierra algún interés, hay algo que importa y algo que se quiere derrumbar; acá nada importa, todo se hace por capricho. La desestimación de lo importante frente a la inmediatez del pequeño mundo cotidiano, está hablando de una imposibilidad de enfrentarse a lo real. La subjetividad se vuelve un dato absoluto que ha cortado toda posible relación política con el afuera, entendida como la materialidad de un conflicto.
Lo terrible se convierte en banal. Es el resultado de una situación disparatada, falsa desde su inicio, sabida como falsa pero creída por quien la vive, quien termina realizando un acto oscuro pero gracioso porque no hay sustancia en lo que ocurre. Nada, de todo lo grave que puede hacerse, tiene consecuencias. No importará, entonces regalar una hija porque en la escena siguiente ella estará con su madre sana y salva (como ocurre en La inapetencia de Spregelburd). Los personajes pueden hacer cualquier cosa porque nada traerá castigos, ni premios, es la expresión máxima del relativismo. Nada importa, de todo podemos salir airosos.
Todos estos elementos coinciden, de manera apabullante con las bases de la ideología menemista. En este sentido podríamos pensar dos cosas: en primer lugar ¿se puede hablar de vanguardia cuando la ideología que emana de estas obras coincide, descaradamente, con aquella que propagandiza el poder? Porque en este sentido hay algo muy importante a aclarar. No es que los nuevos dramaturgos problematicen esta ideología, la asumen acríticamente y esto es posible gracias la despolitización que los invade.
Muchas veces se ha hablado de la despolitización desde un lugar desprejuiciado, como una elección critica que trata de sacarse de encima el peso de las generaciones cargadas con su arsenal de denuncias. Pero esto no es así. En la Argentina actual la despolitización no es una elección, es el resultado de una estrategia política que comenzó con la dictadura y tuvo su punto de gloria con el gobierno de Menem. Por lo tanto lo que estos dramaturgos hacen es normalizar una vez más esta ideología menemista para que el espectador la digiera y la acepte. Aquí hay una lógica mimética muy similar a la del realismo.