miércoles, 11 de noviembre de 2009

Devenir adolescente

Seguir la errancia del deambular sin planes de un adolescente será el camino. Habrá que evitar los nombres, los rótulos que, la mayoría de las veces, vienen a cristalizar convenciones. El objeto a perseguir siempre estará en fuga, nunca será fácil de atrapar y en su modo de trazar el mapa cotidiano dirá algo que escapará a toda nominación.
Niños que atan a una pequeña de dos años y la matan a golpes, casos de abuso sexual entre compañeritos del jardín, adolescentes que entran armados a las escuelas o que matan en banda a otros chicos de su misma edad, son casos que pueblan y asombran territorios tan diversos como Buenos Aires, Carmen de Patagones o Columbia.
Estas conductas parecieran hablar de sujetos que no se rigen por un control sobre sus deseos sino que los materializan sin medir las consecuencias. Seres que se caracterizan “menos por una interioridad llena de culpa y complejos y más por una exterioridad abierta a las superficies de contacto, a los márgenes”, como sugería Néstor Perlongher en sus trabajos etnográficos.
Y es en el terreno, en el diálogo directo con los adolescentes cuando se descubre que esa violencia ha tenido su simiente en un comportamiento adulto que encasilla al niño o al adolescente en una caracterización marginal. El chico en el acto violento viene a afirmar ese rótulo: será un agresivo, un paria, alguien a quien “no le da la cabeza”, una causa perdida. Recurrirá a los márgenes como punto de fuga.
No faltará el testimonio de una directora de un colegio, incrustado en una zona de clase media platense pero al que asusten chicos de un nivel social más humilde, que se sorprenderá por “la asimilación de los códigos carcelarios en el comportamiento adolescente” y sin encontrar una razón para esta elección infrecuente se animará a decir que tal vez “ante la falta de una estructura que los contenga han encontrado allí algo que organiza su comportamiento”. En gran medida la mirada del adulto hacia el joven lo envuelve en una sospecha criminal de la que el chico no estaría en condiciones de desprenderse pero a su vez los adultos parecen haberse desligado de la tarea de educar a los niños bajo ciertos límites y han acelerado en ellos un proceso hacia la vida adulta que atraviesa a todos los sectores sociales.
Los adolescentes del barrio “Don Fabián” de la ciudad de La Plata reparten las horas del día entre el colegio, el cuidado de sus hermanos y las tareas de la casa. Algunos alumnos de la Escuela N 69 de City Bell suman a sus ocupaciones un trabajo.
Tamara y Emanuel deben llevar a sus hermanitos a la escuela, ir a buscarlos y hacerse cargo de su crianza. Paula debe cuidar a sus hermanos y sobrinos. Adrián, además de trabajar, les dice a sus hermanos “lo que tienen que hacer” y no faltará quien despierte a los adultos de su familia al comienzo de la jornada.
Yanina se queja: “Encima quiere que nos vaya bien en la escuela”. Pero en otros no parece despertar conflicto: “Hay tiempo para todo”, dice con tranquilidad Luciano.
El adolescente que asume en u ámbito familiar el rol de adulto es una constante en los sectores más humildes y no tiene necesariamente que ver con la ausencia de adultos o con las ocupaciones que tienen por fuera del hogar. Más allá de los condicionantes de la situación económica se genera una contradicción: El chico que a los catorce o quince años ejerce fuera de la escuela un rol de adulto ¿Cómo hace para subordinarse a una disciplina escolar que lo considera un adolescente?
“En el trabajo tenés un rol de adulto y en el colegio de pendejo pero yo me siento con más permisos en el trabajo”, comenta Nicolás y agrega: “Yo no me siento grande porque tengo 15 años. ¿Por qué tendría que sentirme grande?”
Según Juan, “vos sos el que hacés que te traten como a un chico. El tema es la persona, como se siente y como te hablan. Si te hablan como grande te sentís grande porque afuera (de la escuela) sos como grande”.
Algo está mutando. El adolescente, el niño, se está transformando en otra cosa. En primer lugar ha perdido una visión de futuro sobre su vida.
“Pensás ahora. Yo pienso en lo que va a venir adelante y chau, yo que sé. Estás pensando en el ahora. Si pensás en lo que vas a ser como adulto, yo que sé”, intenta explicar Paula.
Y Josefina opina: “Si pensás todo el tiempo en el futuro no podés vivir el presente” pero Juan, cuando explica los motivos por los que decidió trabajar cuando todavía está en el colegio argumenta: “Te acostumbrás de chico y le agarrás la mano”.
Lo cierto es que después de recorrer durante un año en barrio “Don Fabián” se observa que a los 14 años los chicos cuidan a sus hermanos y a los 16 a sus propios hijos. La vida no cambia tanto sino que aparece como una continuidad donde nadie sabe muy bien quien cumple el rol de adolescente.
Para Ana, a los 13 años, los adolescentes son “los más grandes, los que tienen 17 o 19 años” Pero Laura que ya llegó a los 19 debe ocuparse de criar a sus hijos entonces, para ella, Ana es la verdadera adolescente.
Ellos “abren puntos de fuga para la implosión de cierto paradigma normativo de personalidad social”, como señalaba Perlongher.
Claro que tanto joven asesinado, desde la dictadura hasta las víctimas del gatillo fácil, pasando por la guerra de Malvinas, tantos sujetos reducidos a la categoría de prescindibles durante el menemismo, dejaron una marca que en los adolescentes se traduce en comportamientos más explícitos.
La violencia se inscribe en esta cartografía adolescente como “procesos de marginalización, de fuga, en diferentes grados que sueltan devenires (`partículas moleculares) que lanzan al sujeto a la deriva por bordes del patrón del comportamiento convencional “Y Perlongher recurre a Gilles Deleuze para afirmar “Devenir no es transformarse en otro, sino entrar en alianza (aberrante) en contagio, en inmistión con el (lo) diferente. El devenir no va de un punto a otro, sino que entra en el “entre” del medio, es ese “entre”. Devenir animal no es volverse animal, sino tomar los funcionamientos del animal, “lo que puede un animal”.
Esos adolescentes que no parecen ser consientes de sus capacidades, que han hecho de la subestimación y la agresión un modo de vincularse, encuentran, como los personajes de Roberto Arlt, en la violencia una potencia que les permitiría materializar, crear, hacer algo que de otro modo no se sienten en condiciones de concretar.
“Se pelean porque sí”, dice Pablo, “para hacerse los gatos(los agrandados) se creen más que uno y no tienen nada”. “Algunos se toman dos tragos de cerveza y ya se creen que son re-locos, o se fuman un porro y se creen que son re-locos y enseguida se quieren ir a las manos”, interviene Martín “Si le tenés bronca a alguien vas y te peleas, no tiene que haber un motivo”, asegura Juan Pedro. “Cuando se miran mal. Las chicas se miran de arriba abajo y por ahí se bardean, se van a las manos” y Camila explica que las mujeres no se sienten menos al momento de recurrir a la pelea.
¿Podés ponerle un freno a eso?
- Si, más vale – dice Pablo – Podés ignorarlo.
- Tampoco podés ignorar una trompada – le discute Martín.
- Si te pegan si, tenés que pelearte - Reconoce Pablo.
Pero no todos creen que ese es el único método de resolver los conflictos. Para Juan Pedro la violencia es un recurso de “los más chicos. Cuando sos adolescente pasás a ser grande y ya no te podés pelear:”
Hay un entrar en alianza con un comportamiento violento que, en muchos casos, corresponde al orden de la copia. Los niños que mataron a la nena de dos años, la ataron y golpearon como veían a los mayores hacerlo con los perros, en clara referencia a “La gallina degollada” de Horacio Quiroga. Muchos niños abusados reproducen el comportamiento sufrido con otros compañeritos. Los niños interrogados suelen manifestar que sienten placer al realizar estas acciones, así como muchos chicos disfrutan observando como les pegan a otros y lo registran con las cámaras de sus celulares como un recuerdo. Silvio Astier en “El juguete rabioso” de Roberto Arlt salía feliz después de haber intentado incendiar la leonera de su amo, convencido de que ese acto merecería el retrato de su epopeya a manos de un pintor que lo inmortalizara. “Ser a través del crimen”, implica tomar de ese Otro violento la posibilidad de ser algo que, en apariencia, debido a los condicionantes, no se podría llegar a hacer de otro modo.
“En la calle, afuera, cuando salís a la calle, no sabés qué hacer. No te controlás. Si te querés ir de boca te vas de boca y te peleas”, asegura Valentín.
Pero si bien los episodios de violencia son la manifestación más llamativa de esta mutación adolescente, en la mayor parte de los casos, los chicos cuando se pronuncian, cuando se piensan en situación, tienen una mirada reflexiva sobre sus propios comportamientos.
“Y hago la mía, no me importa lo que hacen los demás porque por ahí tus amigos hacen cualquiera y vos no querés hacer lo que los demás hacen”, sostiene Cristián. “Ir a robar para conseguir plata, eso no lo haría. A veces lo charlamos”, comenta Francisco. “Vos tenés amigos que son re chorros y vos no querés salir a robar. Sos amigo igual, a veces quedás como un forro pero si vos no querés entrar en eso no entrás”, interviene Cristián. “Si le decís algo piensan mal de vos pero podés seguir siendo amigo, mientras que no se zarpen con vos”, completa Francisco.
¿Son iguales los códigos que tienen entre ustedes, como amigos, a los que manejan adentro de la escuela?
-No- dice Francisco- porque en la escuela no te vas a drogar.
En este caso el adolescente, que asiste a una escuela de la periferia de La Plata donde funciona un comedor, reconoce un límite. Mientras que en un prestigioso colegio de la misma ciudad, al que asisten los hijos de la clase media profesional, los alumnos se presentaron borrachos a clase sin que mediara sanción o intervención alguna por parte de los directivos. El estereotipo del adolescente violento suele asociarse a una clase social, mientras que son muchos los padres y docentes vinculados a costosísimos colegios privados que señalan la omnipotencia de muchos chicos al momento de ajustarse a la disciplina escolar.
Perlongher habla de cierta “pasión de abolición que toma la destrucción (y la autodestrucción) como objeto”. Por lo general se instala en la convivencia con la negación de ese sujeto ejercida previamente por alguien de su entorno. Juan se sorprende cuando su vecina, Ana, demuestra un nivel de razonamiento a lo largo de la entrevista que nunca había observado en ella. “Mirá vos, ahora Ana piensa”, exclama y queda claro, después de frecuentarlos durante un año que estos chicos no se reconocer ciertas aptitudes.
En el otro extremo de la ciudad, refiriéndose a los profesores que no quisieron hacer participar a un curso de una salida por considerarlos rebeldes, Nahuel se defiende: “Ellos no saben como somos afuera de la escuela, adentro somos uno y afuera no saben como somos. Además si queremos ir de viaje vamos a decidirnos a portarnos bien.”
Tanto él como sus compañeros sufren el estigma de ser comparados con los otros cursos y salir siempre perjudicados: Son los indisciplinados, los malos alumnos, los chicos negados de todas cualidades pero a lo largo de la charla ellos mismos comienzan a descubrir sus capacidades, esa singularidad de la que pueden sentirse orgullosos.
“Tienen que pensar que somos diferentes”, dice Martina, “si vamos atrasados será por algo, no porque no queremos”. “En otros cursos hay grupitos”, agrega Julieta, “nosotros somos los más unidos. En todos los cursos las mujeres van por un lado y los hombres por otro, acá no es así”. “Acá si alguien está llorando, uno le pregunta que le pasa, en los demás cursos nadie le dice nada”, explica Nahuel.
Este curso ha encontrado una manera de funcionar que podría servir de referencia para otros grupos, sin embargo, varios profesores eligen desestimarlos por no ajustarse a las pautas disciplinarias ni al nivel de resultados educativos esperados. Muchas de las soluciones que se tratan de encontrar, ya están ocurriendo, a veces surgen de las personas más impensables, a veces es necesario observar y capitalizar lo que queda disperso.
“Yo no sé quien soy” dijo casi como un pedido de ayuda un chico de 13 años estallado por la violencia familiar. El adolescente es hoy una figura que desconcierta, a la que cierto discurso mediático prefiere fijar en el rótulo de joven violento pero esta clasificación, cuando se realiza un trabajo de campo, no existe como tal. En el recorrido por su cotidianidad aparece un sujeto múltiple donde la violencia es el resultado de la falta total de posibilidades. Una encerrona en la que el niño o el adolescente queda prisionero. Despejar la maleza, encontrar los motivos, abrir las alternativas, será la tarea.

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