Por Alejandra Varela
Frente a la reedición de “El frasquito”, la nouvele que Luis Guzmán publicara en los años setenta, presento aquí este texto que funciona como un capitulo de un libro en preparación llamado “Escribir en la intemperie”
Ya está. Luis Guzmán nos obliga a dar un salto, a entrar sin reparos en los años noventa cuando todavía eran impensables. Un policía le pega a un joven. Suena conocido. Comienza la década del setenta y el chico no es un militante político, es un hijo del pueblo que anda a la deriva. El gatillo fácil en los años del compromiso político, de la lucha armada. El joven asume con naturalidad que la policía le pegue. No hay gesto de denuncia sino la aceptación de lo habitual.
Y es también ese tono costumbrista, burdo, que se desprende del protagonista, el que completa un cuadro del conurbano, un paisaje bonaerense donde es común que la víctima y el victimario se crucen, se conozcan, sepan sus nombres y el de sus esposas.
Después se apodera del relato un tono surrealista. Porque el mellizo al que aluden ha muerto al nacer, no hay crimen, hay fatalidad. El cuerpo se acerca cada vez más a una forma animal, la sexualidad es primaria y líquida. El hombre es un mamífero que mata por una teta. Una oveja o una mujer dan casi lo mismo.
Esa naturalización en el modo de relatar los hechos da cuenta de un conocimiento popular sobre todo lo que ocurre en la comisaría. “Y esperó en la puerta del pesebre que el policía de provincia terminara de violar” ¿Qué otra cosa puede estar haciendo un policía?
Lo humano disuelto, el cuerpo cortado, transformado en cenizas, metido en un frasquito. Todo lo humano se convierte en líquido .Así se puede hacer desaparecer a un hombre.
Después de todo, el origen del hombre también es líquido.
Pero el muerto es un espíritu que vuelve, se impone.
El cuerpo está abierto. Ya no hay secretos. Ahora son otros los territorios a narrar, órganos que adquieren protagonismo. ¿Tal vez los sujetos sean sólo eso? Seres sexuados y sexuales que se ubican en el mundo según su lugar de deseados o deseantes. Seres destinados a reproducir, a soltar líquidos, seres que han perdido misterio, cuerpos tajeados que nada ocultan.
Entonces contar un aborto se convierte en una experiencia onírica. Aquí la cercanía con Osvaldo Lamborghini y ese lenguaje cruzado para trabajar lo crudo. Fantasmales son cada uno de los personajes que intervienen en la operación quirúrgica, ropas chillonas, espiritismo y una vagina abierta y sangrante como el dato objetivo, concreto.
Los gatos que lamen la barriga, la mujer revuelta entre animales, tajeada, dejando charcos de sangre. Esa mezcla es el gran basural que componen los personajes de “El Frasquito”.
El chico que narra no puede ver la película fantástica que los otros están representando ante sus ojos y entonces el encuentro espiritual con el mellizo es el encuentro carnal con el bisturí, para encontrar al muerto hay que internarse en ese vientre materno y hacer de él un resto fósil.
El sujeto cosificado, convertido en algo que puede empeñarse como una cadenita o un anillo.
Esa iconografía, ese modo de convertir en santuario cada espacio doméstico propicia la alucinación y la locura .Borra los límites entre un realismo descarnado y un mundo de magia y supersticiones.
Es la mirada infantil la que pone el dato real en un mundo adulto cargado de espíritus. No es fácil deshacerse de los vivos, parece decir Guzmán. Como el padre de Hamlet que se negaba a morir, el mellizo quiere el cuerpo de su hermano vivo. La culpa convertida en un fantasma. Una representación vulnerable a la mirada de un niño que desea convencerse pero que no puede disculpar los errores.
Todo se vuelve grotesco, gracioso.
El cuerpo del otro se avasalla, no hay límites. El sujeto que sólo posee un cuerpo sabe que ya no le pertenece. El conflicto no está en los personajes sino en el lenguaje. No hay reparos ni dilemas al reconocer el abuso, la virilidad perdida en el debilidad de ser poseído o ganada en la audacia de poseer. No. Los personajes no pueden sorprenderse de lo que es habitual, esperable pero el autor construye un lenguaje que carga las acciones, las rescata del dato periodístico y las instala en zonas poco realistas. El modo de narrar introduce el conflicto que está ausente en la historia.
El esperma encerrado en un frasco. La sangre es la forma líquida de una pérdida: la del hijo muerto, aquel que jamás nació. El esperma en un frasco es la prueba de fidelidad. Ese frasquito que después se estrella contra el piso para convertirse en una mancha pegajosa. En el imaginario de estos personajes se recurre al delirio con la mayor espontaneidad. La masturbación convertida en una evidencia policíaca, el semen perdido como una vida que no fue y también como una sexualidad entre dos que no puede consumarse. Señal de culpa. La mujer en el quirófano por quedar embarazada del hombre incorrecto, alguien que ya tiene una familia. El hombre que debe hacer algo para cambiar su lugar en la tragedia. Y todo es tan gracioso, tan ridículo y, a su vez, es el modo de mostrar sujetos que no están hechos para transitar ningún conflicto sino que dejan que los sucesos los usen como sus actores pero desconocen los motivos, las causas y efectos de su acción. Siempre estarán lejos de entender, nunca podrán alcanzar el sentido de lo que ocurre, siempre hablarán tan bajo que la realidad les tapará la voz.
Un cuerpo lleno de orificios. La “madrecita” debe romperse el culo (literalmente) para que sus hijos coman. Los chicos tragan y no preguntan y ella se queja porque no oculta, porque no es un secreto lo que hace con su trasero. Todos quieren el culo del otro. La carne es mercancía. Guzmán convierte el cuerpo en materia política y lo recorre como un científico positivista. Espejos, lupas, lentes, escarbar en ese cuerpo, nada nos es ajeno porque el cuerpo es el escenario.
El drama se ubica siempre en un lugar secundario, se menciona como al pasar pero ya es costumbre.
Como en “La Narración de la Historia” de Carlos Correas , la sexualidad es un ejercicio mecánico que produce cansancio. Existe como una posibilidad más en el trato cotidiano, no hay deseo ni atracción que la justifique. Es una necesidad tanto para subsistir como para no enloquecer. Es algo que se hace cuando todavía no se comprende muy bien de qué se trata. Tal vez el modo de vincularse por excelencia que encuentran estos personajes tan descarados.
El frasquito es una cosa que pasa de mano en mano. Un mundo alucinado es ese territorio de la marginalidad. Nada de crudeza documental. Objetos animados, expresionismo social, si vale el rótulo. Se trata de un mundo donde abundan los rituales, las creencias desesperadas, donde se inventan dioses y santos, donde se consume de todo ¿por qué no recurrir, entonces, a ese lenguaje lisérgico de los bajos fondos, a ese tono fantasmal que adquiere la realidad cuando se vuelve insoportable?
II
El dinero que todo lo convierte en mercancía. A diferencia de “La Narración de la Historia” en “El Frasquito”, la sexualidad entra en el intercambio mercantil de un modo descarado e inevitable.
Mostrar la evidencia, guardar la plata debajo de la almohada donde minutos antes la “madrecita” se ganó el pan. Que los hijos sepan lo que cuesta llenar la heladera.
Y el hijo usa la plata para ir a un prostíbulo, para acostarse con una prostituta que tiene el cuerpo quemado. Lo desagradable le gana al deseo. En la descripción de Guzmán la sensualidad está ausente, nada acerca al lector al disfrute. Lo que se cuenta y el modo de contar arman el conflicto. Nuevamente las prácticas se convierten en una forma social, lo político está en el estilo.
Todo es una mezcla, y una descripción desapasionada. Lo pornográfico está en el fragmento. Es sólo una parte del cuerpo la que se comparte, aquella que resulta imprescindible para que el sexo se consume. Una buena parte del cuerpo permanece intransitable, escondida eternamente a ese otro que es un extraño, un visitante. La práctica iguala a todos los sujetos que pasaron por ella, puede ser la madre, el hijo, un hombre, una mujer, no hay diferencias porque no hay sujetos. La sexualidad es una tarea escatológica, el involucrado suelta líquidos, el desenlace puede ser un vómito, sangre, muerte. Lo importante es mostrar cierta descomposición. Se trata de un cuerpo vulnerable. Degradado.
En el cuerpo está el deterioro. En la sangre, la leche, se vuelve inconsistencia,. La putrefacción, toda pulsión sexual se trueca en una manifestación de asco.
Las tetas se convierten en un frasco. Un cuerpo herido que suelta una “leche humillante”. El cuerpo hecho cosa pierde su calidez y es igual a chupar un frasco de vidrio. Y hay algo de regresión, para nada simbólica, todos se aferran a esa teta: el hijo, el padre. Ella es siempre la madre. Algo bíblico, Y un tatuaje (en la época donde no estaban de moda) que marca la carne para decir: Yo soy el dueño.
La sexualidad como un acto higiénico, de descarga. Todo remite al pasado, a una historia de repeticiones, la prostituta es también la madre porque su madre es una puta y porque en la prostituta busca un útero protector. El narrador asocia todo el tiempo, no puede dejar de pensar, es un ser frenético que sabe del destino de esos cuerpos sin comprender, realmente. Identifica, observa pero no piensa, Es absolutamente precario.
Piensa la escritura de Guzmán.
La muerte todo el tiempo. Ese cuerpo de la madre es un gran devorador de muertos, de hijos que no tuvo convertidos en sangre, una sangre que se derrama en la cocina de la casa. Tragedias domesticas que el personaje narrador carga todo el tiempo, no puede dejar de decírselas al lector porque para el chico nada está vedado. “El debe ver el feto capturado por la abuela, envuelto en diarios, destinado a morir sin tumba, como una cosa más que va al basural: “Junto a una silla vieja y una lata de cocinero.” También podría jugar con él a la pelota, como en el comienzo de “Orlando”, la novela de Virginia Woolf.
Guzmán vuelve el aborto una zona intransitable donde los discursos no son posibles. Puebla el relato de abortos y todos son la forma cruda, carnicera de la muerte. No los suaviza ni los enjuicia, no los convierte en una tarea liviana.
Es violenta la sexualidad de “El frasquito”, masculina porque es directa, ejecutiva, desligada de otro valor que no sea la vitalidad, una impronta que atraviesa tanto a los hombres como a las mujeres del relato. Nada atenúa la sordidez y nada sirve mejor para delatar ese mundo impiadoso con el que los personajes se identifican al extremo.
Entonces el relato se convierte en “El fiord” de Osvaldo Lamborghini. En una orgía. Esa orgía que era la versión sexual de “El Matadero”, entonces está todo claro: La sangre, la carne que es la de ese ganado sometido a la tortura, el sacrificio. Una orgía en la que se puede morir o quedar mutilado. La forma doméstica de la guerra. Eso eran todos los cuerpos sangrantes que vimos hasta ahora. Guzmán entra en la tradición, asume, también, un destino literario.
Una orgía es, tal vez, un modo incomprensible de sumergirse en la sexualidad. Una sexualidad donde todo es posible. Un modo indiscriminado de perder el cuerpo y de entender el deseo como algo despersonalizado, un placer que no tiene nombre ni rostro.
Un mundo sin secretos.
Un diafragma que se busca como la prueba del delito. Fotos pornográficas que pueden ser, en realidad, seres perdidos en el Once, retratados en poses obscenas y el narrador los busca, sabe que va a reconocerlos. Todos son las mismas personas: Los que se mueren, los que están vivos, los que aparecen en las revistas, los que caminan por la calle. Lo que se cuenta es una obsesión. El narrador vive en un mundo donde todos se cogen a todos (literalmente) y él no puede dejar de pensar en eso. Reproduce esa práctica y entiende que todas las escenas son calcadas, idénticas, como si a nadie se le ocurriera otra cosa pero no puede entender, realmente, que hay detrás de todo eso. Pareciera que él sigue esa práctica como una pesquisa esperando que al fin, la razón esencial, se evidencie.
III
Un espacio que no puede separarse. La fantasía de una convivencia que elimina los conflictos. Todos mezclados, una familia que lo contenga todo para no estar partido. Dividido. Y es otro el narrador que se queja porque no puede con dos mujeres, porque no acepta que las dos le exijan exclusividad.
Ese hombre que parece un extraño, ajeno a ese territorio, que trae comida y viste bien, que es todo derroche como un Papá Noel de carne y hueso que llega con exigencias, para poner orden y recibir algo a cambio y esa madre que parece hecha sólo para la cama, un cuerpo que se deja consumir al extremo en todas sus sustancias. Carlos Montana que estaba muerto aparece otra vez en la escena como si nada hubiera pasado porque los cambios temporales no buscan ser claros y porque nada es consecuencia de lo que ocurrió. Montana siempre parece ser un asesino, ellos sospechan, intuyen que viene a asesinar a la madrecita. Encerrarse en la pieza con una mujer que puede despertar los deseos de matarla.
Todo espacio íntimo es invadido porque todo, todo debe saberse. El narrador es un personaje que se inmiscuye en cada una de las situaciones que ocurren, que quisiera no saber pero que se entera, contra su voluntad porque siempre alguien se encarga de mostrarle la miseria de su vida.
Es que ella es la otra, entonces se hace puta por venganza porque él tiene otra familia y otras mujeres y ella no quiere ser sólo una amante para él porque han tenido hijos juntos y el hijo parece el hombre de la casa y el padre es un visitante más. Las escenas ocurren de un modo intempestivo, sin razones, nada es convincente, el lector no cree en lo que ocurre y se ríe porque los personajes, en su brutalidad, son ingenuos. La piedad que no tienen entre ellos se despierta en el lector. No pueden comprenderse quienes están sumergidos en el mismo barro. Sí aquel que cree estar afuera.
Esa sexualidad es posible con todos, con cualquiera. Allí esta lo primario. No hay límites para los personajes, no hay pudores, todo puede hacerse.
Los cuerpos se describen con crudeza. Nadie puede disimular sus defectos. Son cuerpos no erotizados donde el deseo parece imposible.
La sexualidad se convierte en antropofagia. Tal vez su fin último. Comerse al otro, tenerlo dentro, tragárselo. No poseerlo sino ser el otro. Una posesión entera pero también el sueño de volver al útero materno, que ella lo trague y no salir más de esa zona de protección infinita.
Esta es una sexualidad sin reparos pero que se parece más a un estado de ensoñación, de fantasía que a una realidad.
Violencia desmedida, el cuchillo tiene que destrozar la carne, que nunca vuelva a ser lo que fue. Mujeres expuestas, como colgadas de un gancho de carnicería, cuerpos tajeados que ya no se quejan.
Guzmán habla desde el montaje de textos, aquello que hace convivir en el lenguaje, en el espacio de la página, es el pensar frenético del personaje que no puede desligarse de su drama, el dolor es un modo de regresión, de echar atrás a los sujetos. Un modo de retroceder.
Provocar fascinación en el otro, hacerle creer que es diferente, tratar de ejercer un pequeño poder que se desvanece al instante porque todos forman parte de lo mismo. Nadie se salvará.
Rodar, descender, ese es el destino: caer.
IV
Él es un espectador. Narrar equivale a mirar. A Él le quedan las migajas de lo que los otros tiene de su madre. Él no puede conocer a esa mujer como la conocen sus amantes, entonces sólo le queda escuchar, espiar, imaginar. Así se construye un escritor, narrando todo lo que no puede hacer. Revancha por no poder ocupar el lugar protagónico.
“Matarme por la boca”. El narrador será, seguramente, un ser callado que para el lector no puede parar de hablar. Silencioso dentro de la historia pero constructor de una estructura verborragica. Todo se conocerá por su voz.
¿Cuál es la carne que se come? ¿La que puede consumirse o la del muerto? La madre robada por otros hombres. Los hijos que quieren matar a esos hombres para que la madre sea de ellos. Nuevamente la carnicería. Matarlo es comérselo, descuartizarlo, matarlo con tenedores y cuchillos. Ella como una res de carne. Llevarla y colgarla.
Cuando el texto parece acercarse a zonas de normalidad no tarda en revelar su fidelidad a esa forma macabra a la que pertenece. Caen en el pozo, se hunden, la madrecita les tira una soga, dicen que ya no quieren luchar por la posesión de nada y, en realidad, todo fue una fantasía, ellos no pelearon porque no tienen estrategias.
El punto de vista se altera. Se trata de un mundo extremo, sin olvido, plagado de obsesiones, Donde es el cuerpo el que llama todo el tiempo al que se fue. Cuerpos expuestos, impúdicos. Cuerpos que emanan un olor que el lector puede sentir. Algo podrido, algo sudoroso, algo primario que se escapa. Fluidos, sujetos que no están vivos pero que respiran. Sujetos que no han aprendido el modo de protegerse.
V
Ahora el que habla es él, Carlos Montana, ya no es nombrado, ahora conocemos su voz, la voz de un cantante de tangos que asume ese tono cangengue, melancólico Su relato es un tango, él es un personaje tanguero, el tono cambia, es otra generación la que crea el discurso.
Pasiones extremas. El cuerpo se consume, el cuerpo es que el delata la tragedia, no tanto las acciones de los personajes sino el deterioro de su cuerpo. El cuerpo es llevado hasta la última instancia, forzado a más de lo que puede resistir.
El mito que hace presión, la posibilidad de los nombres que hicieron historia, la referencia al ser excepcional por encima del sujeto sin brillo que son cada uno de ellos, opacos, cuerpos que se pudren.
Y hay algo gracioso en su desgracia, en la grosería, en el modo torpe de acercarse al drama sin entender, sin hacer carne de la gravedad de lo que ocurre. Por eso el lector se ríe: porque el autor señala la inocencia de sus personajes y permite que cada uno se ubique en un plano diferente. La risa es una forma de opinión.
“¿Voy a poder hacer uso?”, pregunta Montana. Teme convertirse en la sirena del cuento, hermosa pero imposible de penetrar. El pescador la tira porque no le sirve. Así de directo es el mundo de “El frasquito”. Absolutamente básico en su modo de entender la sexualidad. Los personajes narrados pierden identidad en el relato. Se mezclan, se confunden, se diluyen, no sabemos quién es quien. El propósito es esa pérdida del nombre y de la identidad. Esa posibilidad de ser otro o de no ser. Cada historia puede ser la de cualquiera.