domingo, 7 de agosto de 2011

Cuando la literatura es la culpable de todo


Por Alejandra Varela

Una versión de esta nota se publicó en la revista Debate en el mes de junio de este año

Hay algo que no se puede decir. Una vida mundana se derrama en el ímpetu adolescente pero es inútil cuando de hablar se trata. La inteligencia se convierte en un instrumento que se esculpe y en un refugio. Por momentos una jovencísima Susan Sontag parece soñar una existencia sin sexo, donde la soledad respire el éxtasis de la literatura. Pero esa simpleza no alcanza para resolver un deseo temprano hacia las muchachas y un sueño de bisexualidad como la máxima expresión de plenitud.
Los temores de una adolescente precoz están signados por el destino de la monotonía académica. Sontag se zambulle en la noche gay de San Francisco donde encuentra su verdadero nacimiento pero también se imagina una vida de errancia frenética que tiene el tono de la desdicha.
El diario que la brillante novelista y ensayista norteamericana escribió hasta sus treinta años no es más que esa herida donde Sontag se abre para que el lector ejerza sobre ella la crítica despiadada que tan filosamente estampó en sus libros. Los mundos por los que ella transita son altamente conflictivos. El amor entre mujeres es una braza que rápidamente se transforma en una barra de hielo. Leer Renacida es sufrir ese desamor permanente, esa indiferencia cotidiana, esa ajenidad que le devuelve el ser amado.
La joven aspirante a escritora visita la casa de Thomas Mann y registra en su diario frases telegráficas, son momentos donde Sontag parece buscar una escritura alejada de toda subjetividad, casi despersonalizada, pero su furia hacia ese padre de familia atildado que hace de su homosexualidad un recurso literario, se manifiesta en una cita de Bacon: “Todo de lo que se apodera la mente y en lo que se concentra con singular satisfacción debe ser tenido por sospechoso.”
Ella no va a permitir que su mente domine su cuerpo Quiere asumirse como un ser sensual. Pero también sabe que es en la soledad donde será bella, única, donde adquiere el verdadero dominio de su vida. Y en un giro imprevisto la chica de dieciocho años se casa con un profesor de Chicago, aunque sospecha que todo se debe a su instinto de autodestrucción.
Junto a Philip Rieff empiezan los sueños intensos, la migraña y el diario se vuelve famélico. Sólo cuando está dispuesta a teorizar sobre esa insatisfacción, sobre ese estado repetitivo, disciplinado del matrimonio, las hojas se tornan más abultadas. Ese rencor que estalla en las peleas queda impregnado para siempre en el mundo conyugal de Sontag, se trate de hombres o de mujeres. Hay un ultraje en el amor que no tiene remedio y que sólo llega a su fin el día en que ella se decide a asumir el abandono.
El dolor se trasluce en Sontag en la enumeración de acciones cotidianas, en un listado de rutinas en las que no se involucra. Una descripción objetiva, despojada de sentimientos. Empieza a imaginar que el verdadero carácter es aquel que logra endurecerse, que abandona la indulgencia hacia los demás, que no teme herir si saldrá entero de la batalla.
La dulce ambición de tener una voz, de encontrar el propio estilo, se desarma ante la tentación de una vida de a dos, ese gran engaño al que no deja de someterse.
En las hojas de su diario aparece dibujado con precisión el retrato de su mimesis con el Albatros que profetizaba Baudelaire. Páginas manchadas de sangre ante cada herida que le provoca su amada Harriet. Por ella se convirtió en Nora y dejó a su esposo y a su hijo. Entonces se rompen los límites de la palabra y lo que Sontag ensaya es la construcción de otra mujer que puede hundirse en amores no correspondidos, estirar su agónica existencia hasta el límite de lo insoportable y salir de ese naufragio dispuesta a dejar de una vez por todas esa pereza que la aparta de su trabajo de escritora.
La literatura es la única arma que le permite encarar esa guerra y, a su vez, justifica su lesbianismo. Es que la joven Sontag vive con demasiada inquietud su condición de marica (como ella misma se define) que la ubica en una zona de debilidad frente al mundo. Sólo le queda ocultarse y en ese escondite la escritura es la opción para salir a la luz, para volverse aceptada.
Problematiza cada vez más su lugar social en relación a la palabra. Se autoexige hablar menos, guardarse esa dedicación por parecer interesante para la intimidad del papel. Pero la mirada del otro le importa demasiado. Ensaya todo un proceso de autocrítica en relación a los vínculos que intenta velar, transformar en sentencias. Esa imposición de la popularidad, que Sontag observa tan propia de la cultura norteamericana, es una manera de cosificarse, de fundirse en la normalidad para vencer el terror que le despiertan los otros.
La literatura la ha enfermado, la literatura es la culpable de todo.

Renacida - Diarios tempranos, 1947 - 1964 -
Susan Sontag
Editados por David Rieff
Mondandori

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