domingo, 8 de mayo de 2011

No toda es vigilia la de los ojos abiertos



Una versión de esta nota se publicó el sábado 30 de abril en la revista Debate

Por Alejandra Varela

Los tres magos se disputan el lugar de maestro de ceremonias. Uno de ellos parece inspirarse en el brillante Joel Grey que en Cabaret era una suerte de narrador, un personaje distante, dueño de artilugios para lograr que la tragedia se rindiera y se dejara transformar en diversión.
Se abre apenas una puertita falsa con el número treinta y tres y el mago espía si su Helena todavía está allí, atenta a los pormenores de una operación que lo mantiene en coma. Es suficiente con que un destello de luz invente un mundo guiado por el inconsciente para poder entrar en la cabeza de un hombre/mago que agoniza. Entonces vuelve Bob Fosse y esa impecable travesía hacia la muerte que es All that jazz y no quedan dudas. Osqui Guzmán ha logrado como director y dramaturgo de El centésimo mono dialogar con ese genio que hizo de su finitud un show que siempre debe continuar.
Pero esta historia no tiene un protagonista sino tres. La multiplicación de acciones idénticas es esencial a la trama. Existe un mundo cabalístico, borgeano, donde los magos pueden estar soñando o ser soñados por otros. Tres hombres que sin conocerse realizan las mismas acciones y colman de datos a una especie que, al llegar al número cien, ya habrá enseñado a todos los de su clase el mismo comportamiento. El espectador puede verlos unidos en una sincronización perfecta pero ellos están muy lejos uno del otro. Aguardan, cada uno en su camarín, el momento de salir a escena en un faustuoso cumpleaños donde deberán mostrar sus trucos. Ese momento siempre se posterga y la repetición llama a la risa aunque no tarda en volverse ominosa.
Guzmán construye una estructura que envuelve al espectador en un relato onírico. Como en una película de David Lynch, no es la lógica el hilo conductor sino ese estado de ilusión permanente, esos efectos con los que los magos engañan al público, lo entretienen y lo llevan por zonas de una desnudes existencial desconcertante.
La magia no funciona como una mera ilustración espectacular sino que se convierte en un recurso narrativo. Guzmán reflexiona sobre esta disciplina, se burla de ciertas poses, discute sus lugares comunes y demuestra que tres magos, con una capacidad histriónica apabullante, pueden construir un texto dramático que encuentra en la indagación técnica, en la búsqueda sobre sus orígenes alquímicos, un motor para cruzar líneas de acción, donde el campo de lo real se vuelve ilimitado.
El truco también funciona, por momentos, como una suerte de distanciamiento que interrumpe el anécdota, como si los personajes pudieran entrar y salir de la escena. Dejan suspendido el drama de esa operación que presiona como una tensión dramática y ponen al descubierto la ficción.
El encantamiento permite cuestionar la apariencia. Hay algo que siempre se esconde. Los sujetos se aferran a una porción muy breve de la realidad y la totalizan. Guzmán realiza una deconstrucción de los acontecimientos. Los protagonistas, sometidos a la anestesia, pasan a estar en varios sitios a la vez. El cuerpo en la camilla jamás se ve porque no es el dato físico lo que importa aquí, sino los estados mentales que las personas desatienden en su vigilia.
Se trata de experimentar con una puesta en escena del inconsciente pero, a diferencia de Artaud que buscaba volver al ritual y acercar a los participantes del hecho teatral a una práctica de la pérdida de si, Guzmán indaga el inconsciente desde el azar de una estructura compleja que se bifurca en el vértigo del sueño, donde todo puede pasar y el protagonista se encuentra desprotegido frente a un hombre que siempre golpea la puerta y siempre desaparece.

El centésimo mono con dirección y dramaturgia de Osqui Guzmán se presenta los jueves a las 21 horas en La Carpintería (Jean Jaures 858)
Actúan: Marcelo Goobar, Pablo Kusnetzoff y Emanuel Zaldua

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