domingo, 23 de enero de 2011
Los parricidas
Esta nota obtuvo el Primer Premio en el concurso de periodismo que todos los años organiza la UBA, en la categoría Mejor trabajo en Periodismo Cultural en Gráfica. Con el título de “No necesitamos nuevos héroes” se publicó en la revista La Mujer de mi Vida en mayo de 2007.
El motivo fue la edición del libro “Traiciones” de Ana Longoni Es una adolescente pero está en ese momento crucial donde, inesperadamente, puede dejar de serlo. Es, además, una princesa, una privilegiada. Un día se entera que su tío, el rey, ha decidido sepultar a uno de sus hermanos, muerto en una guerra anterior pero al otro, Polinice, el traidor, va a dejarlo sin sepultura para que se convierta en alimento de los cuervos. La joven no puede aceptar que su tío, por más poderoso que sea, quiebre una norma ligada a los dioses, a los valores religiosos de su pueblo, entonces trasgredí la prohibición y, aún sabiendo que su vida está en juego, entierra a su hermano. Creonte, su tío, que jamás imaginó que existiera un ser capaz de poner su vida en riesgo por una causa tan poco conveniente, se descoloca frente al desafío. No está en sus planes matar a nadie y menos a su sobrina, entonces le propone negociar, arrepentirse, buscar una solución por la vía del diálogo. Pero Antífona es un héroe y para los héroes no hay negociación posible. Su deber es realizar una acción cargada de sentido y cuando en algún momento de la tragedia deben elegir entre sostener su acción o borrarla y vivir, ellos siempre eligen sacrificar su vida para que algo en el orden de lo real se modifique.
Si el héroe puede construirse como tal es porque tiene como principal aliada a la muerte. Lo que Antífona descubre a lo largo de la charla con su tío Creonte (que se disfruta más en la versión que Jean Anouilh hace de la tragedia de Sófocles) es que el pasaje a la adultez, la continuidad de la vida, vuelve imposible la permanencia impecable en los ideales más extremos. Entender que la vida no es lo que se sueña en la adolescencia es lo que no soporta Antífona, por eso elige la muerte. Para sobrevivir, para adaptarse, todo sujeto necesita de la traición, o de pequeñas traiciones que delatan sus imperfecciones. También para asumir una voz personal y no se una continuación acrítica de las generaciones anteriores.
En el libro “Traiciones”, Ana Longoni describe el halo de sospechas con el que deben cargar los sobrevivientes de los campos de concentración en la Argentina. La elección o el azar los llevaron a que su necesidad de preservación se impusiera ante la idea de sacrificio en la que habían sido formados desde su militancia de izquierda. Son traidores porque no son héroes. En ellos se cuenta otra vida posible más allá de la revolución.
El sujeto sometido a la tortura, despojado de toda idea de libertad, ya perdido en su condición humana, es cuestionado por buscar estrategias para aliviar el dolor físico. Longoni se pregunta (y es imposible no sumarse a ese cuestionamiento) ¿desde qué lugar, con qué autoridad se puede enjuiciar a quien deja de ser ante el martirio? La pregunta tiene una respuesta: La izquierda de los setenta construyó un sujeto imposible, un héroe capaz de sacrificarlo todo por un valor absoluto. En base a esta idea de sujeto se cuestiona al militante real que no puede cumplir con este mandato porque en el escenario de la acción ve las debilidades, las fisuras, las dudas. Se busca que el sujeto sea ese suplemento que es el héroe, ese ser impensado que se sale de los cálculos del poder y se encuentra con sujetos que no siempre pueden serlo, a los que la militancia no les ha dado esa carga de excepcionalidad, se encuentran con la máxima de Spinoza: “¿Cuánto puede un cuerpo?” y descubren, una vez más, que nadie sabe de cuánto un cuerpo es capaz.
En “Galileo Galilei”, Bertolt Brecht se preocupa por hacer trizas cualquier idea de heroísmo. Brecha discute con la tragedia griega, con la clase de héroe que expresa Antífona, modelo de la política burguesa. Al querer depositar en una persona todo el valor heroico, lo que hace una sociedad es delegar en ella su capacidad de acción. Galileo es a los ojos de su discípulo Andrea, un científico genial, imprescindible para derrocar la ignorancia de la iglesia y un hombre que no teme a la muerte, que puede soportar la tortura más bestial porque ama a la ciencia más que a su cuerpo. Pero Galileo lo desilusiona. Adjunta de sus investigaciones, traiciona sus ideas para salvarse del tormento, aunque continúa con su tarea en secreto, en la casa que le da la iglesia en recompensa por haber claudicado. “Pobre del país que no tiene héroes”, dice Andrea acusando a su maestro. “No, pobre el país que necesita héroes”, le contesta Galileo.
La izquierda argentina ha construido la identidad militante más en el padecimiento que en la acción. Los años de cárcel y la resistencia a la tortura parecen ser la escuela política imprescindible y no pasar por ella genera vergüenza. Autores como Ernst Bloch y Tony Negri llaman a construir una política que se ocupe de la felicidad y del presente. Andrés Rivera deja como advertencia hacia el final de “La Revolución es un sueño eterno” la pregunta: “¿Qué revolución compensará la angustia de los hombres?”
Por supuesto que cansa y es tristemente vacío ese hedonismo Light que especula y que ve la preservación como única guía. Un sujeto que acepta el riesgo y la implicancia sabe que tendrá que ponerle el cuerpo al dolor y construir con él una vida que no tiene por qué estar alejada de la plenitud. El problema surge cuando los deseos del sujeto quedan anulados y éste se vuelve un ser plano, cuyo único objetivo es el asignado por la organización a la que pertenece.
Y este es el tema en el que Longoni no profundiza: La aniquilación de la subjetividad que se realizó hacia el interior de las organizaciones armadas durante los años setenta. Por supuesto que el sujeto surge la destrucción implacable de la tortura pero antes fue armado como un robot par entrar en la lógica de la guerra porque, como dice Oscar Del Barco (otro “traidor”) la militancia revolucionaria se enrolaba en una ilógica asesina. Del Barco no simplifica la experiencia de los setenta, ni la reduce a la lucha armada sino que afirma que, al elegir las armas todo lo demás pasa a un segundo plano, la mecánica asesina devora cualquier ansia de liberación.
Borges piensa al traidor como a un converso, alguien que puede descubrir su identidad en la traición, como le ocurre a Tadeo Isidoro Cruz frente a Martín Fierro. También piensa al traidor y al héroe como los dos extremos de un mismo personaje. Esa posibilidad de descubrir lo mejor y lo peor en una misma persona. Cada uno puede ser aquello que detesta.
La palabra más siniestra que ha encontrado la izquierda para definir al traidor ha sido “quebrado”. Un quebrado es una persona que entra en crisis con ese discurso totalizador, sin fisuras, necesario para el combate, que por su carácter esquemático no puede transitar la duda sin debilitarse, sin resquebrajarse. El héroe griego es, también, un personaje que no tolera la duda. Edipo y Antífona van como una flecha hacia su objetivo, nunca dudan en su búsqueda de la verdad, en el riesgo que asumen. Nacieron para ser héroes. Con el Iluminismo y la tragedia isabelina el héroe, pensado en esos términos, no tienen muchas posibilidades de subsistir. No es un dato secundario que el héroe tenga poder. Su capacidad de acción es más contundente y gráfica. Para que alguien sea un héroe y no un mártir o un chivo expiatorio, se requiere de una permeabilidad del entorno para entender el sentido de su acción. Cuando el sujeto vive la derrota es la realidad la que dicta las reglas, por eso en el realismo no hay héroes.
Longoni plantea que la incorporación de la pastilla de cianuro fue una manera de protegerse de la delación y de tomar en cuenta los límites humanos de los militantes. Como no se podía alardear de la voluntad de hierro ante el dolor, el sujeto se inmolaba. La muerte elimina a los posibles traidores.
Pero también podría pensarse como una forma de manifestar la prescindibilidad del sujeto. Decir que es más importante la causa que las personas, puede ser muy noble o muy nazi. Suena a lógica del exterminio.
La joven busca en su hermana una aliada para enterrar a su hermano. Ismena, absolutamente racional y política, dice que es verdad: hay que enterrar a los muertos pero que al hacerlo van a ser asesinadas por lo tanto, no tiene sentido realizar una acción cuando el fracaso está asegurado. No están dadas las condiciones, diría un marxista. Antífona le responde que a ella no le interesa ganar sino hacer lo que es justo. Es una guevarista. Hacia el final de la obra, la muerte de Antífona crea otras condiciones. Se ha despejado la bruma y el pueblo puede ver con claridad quien ha hecho lo correcto. Ya nadie se animará a afirmar que un muerto no merece sepultura.
Tal vez Longoni asuma el discurso de Ismena cuando reproduce las frases de los militantes que servían de justificación para seguir adelante en el combate, aún cuando la derrota era una evidencia, pero lo que puede observarse es que esos discursos, que podrían haber tenido sustento, se convirtieron, por el devenir de los hechos, en frases vacía. Hay algo que parece insustancial para la mirada setentista: Las muertes que se podrían haber evitado no son un dato menor. Al propiciar una conducta de mártires, la izquierda se encuadraba en la política del número: el militante resulta útil para realizar una acción de choque que sirve como recurso propagandístico, si se muere es reemplazado por otro. Desde este lugar se reproduce la ideología del sistema que se está intentando cambiar.
Roberto Artl pensó en “El Juguete Rabioso” la figuradle traidor como una construcción literaria. Silvio Astier es un escritor que narra los hechos cuando actúa. Desde su mirada de autor decide que traicionar a un amigo es más interesante dramáticamente que acompañarlo o no en un robo. El escritor le gana al sujeto real que tendrá que cargar con el estigma. Creonte también reconoce que tanto Polinice como Enteocles eran igualmente traidores pero él, como rey, necesita asignarle a uno de ellos ese papel para mantener el orden. La marca de traidor en el nombre de muchos sobrevivientes es también una construcción ficcional. Lo que Longoni no hace es rastrear qué estrategia se esconde en el armado de este relato.
El padre de Hamlet era tan malvado como su hermano Claudio. Hamlet lo sabe, por eso no se preocupa en ser un hijo obediente como Antífona, más interesada por los muertos que por los vivos, continuadora de la tradición trágica de su familia. Tal vez haya llegado el momento de olvidar, de encontrar la poesía en el porvenir, no en el pasado, de traicionar, como hizo Hamlet a su padre muerto (al fantasma de su padre) y decirles de una buena vez: Nosotros no queremos ser como ustedes.
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