La vibración empieza mientras el público entra a la sala. Los actores frente
al micrófono y un cordero en el centro, que los separa. Ellos también tienen un
pantalón hecho con piel de cordero, lo que lleva a pensar que ese sacrificio los
involucra, que Artaud fue un mártir y que ellos, Gabo Ferro y Emilio García
Wehbi, van a ser versiones insensatas, imposibles del poeta francés, que van a
tocar allí donde el padeció y donde supo crear sin ser él. Pura empatía que
lleva a entenderlo y también a desviarse, a usarlo de inspiración, a entrar en
una línea asociativa infinita.
Ellos leen frente al micrófono y la palabra
se vuelve proclama, acto político, más allá de que su forma poética pueda
tornarla inaprensible. Algo quedará en el aire, algo dejará una huella. La
música opera en esta experiencia escénica como interferencia, como una forma que
viene a tapar la palabra, a forzar su decir, a competir con otra sonoridad.
En los textos poéticos que García Wehbi y Ferro componen enlenzados con
frases de Artaud, la teatralidad está en el modo en que esa palabra se hace
presente en un escenario.
La selva contenida en el rectángulo de una mesa
poblada de plantas y cables, y otros micrófonos hablan de ese espacio primitivo
al que Artaud quería volver. La palabra política está impregnada de un desagrado
frente al mundo más cercano, de una parodia de las instituciones acotadas al
libro de comunicaciones de unos niños un tanto perturbados.
En García Wehbi
la mezcla es virtuosa. Lo que parece abstracción se enlaza con la coyuntura de
una manera acertada. La rispies de la palabra dólar en un territorio donde el
arte y su influencia sobre la vida, el modo en que la vida es la carne del
artista, no deja de marcar la armonía. Hay una inteligencia en García Wehbi para
incorporar lo inmediato en su territorio po+ético que habla de su inteligencia
para leer la política. Si en la sucesión de antinomias que Ferro enumera el
final se reduce a peso dólar, es porque la época que está por empezar se propone
sustraer toda espesura ideológica para dejar la escuálida desesperación por un
billete.
La estética de Artaud es irreproducible, se limita a su experiencia
y sólo es posible en la figura de ese actor y teórico del teatro que vomitaba en
la Comedia Francesa. Wehbi y Ferro lo entienden, por eso toman su escritura, sus
palabras y ese espíritu de batalla contra el teatro como entretenimiento
burgués, como punto de partida para un proyecto que debe repensarse en un
presente donde muchas de las inquietudes de Artaud pueden sonar antiguas.
Recuperar esa actitud que desgarraba lo social como mentira, que se
enfrentaba al comportamiento ordenado para desear la aparición de la peste,
presenta muchísimas dificultades de ser pensada en un contexto atravesado por la
ironía, donde todo comportamiento antisistema es debilitado en su sustancia, en
su posibilidad de lucidez. Artaud: lengua madre se interna en esa dificultad,
asume el riesgo y gana en esta aventura porque entiende que debe complejizar al
extremo0 ese malestar. No hay ingenuidades en el trabajo de Wehbi y Ferro,
tampoco apología del martirio. Se deciden por la artificiosidad de la escena,
por lo falso, delatan la postura y la incorporan a la trama. Usan la performance
como soporte y la abandonan para entrar decididamente en el teatro. Se burlan de
las formas actuales del manifiesto y lo invocan como género para
distorsionarlo. Hacen entrar a las partículas del universo Artaud en un juego
de tensiones, las ponen a disputar entre ellas. El teatro se convierte en un
duelo entra esa palabra, esos cuerpos y todo lo que allí podría suceder si el
drama fuera tomado en serio, fuera real, si la tentación del aura del artista
maldito los tomara por completo.
Las imágenes son una forma narrativa en
García Wehbi pero no se complacen en la belleza, soportan el límite. Si en
Hécuba o el gineceo canino, Maricel Álvarez parecía a punto de desfallecer con
esa palabra tormentosa que no le daba tiempo a tragar, con la saliva, el llanto,
los mocos derramándose casi como si la muerte fuera una posibilidad dramática,
en Artaud: lengua madre, García Wehbi deja que su cabeza se entierre en un cono
de piedras que le impiden respirar. El ejercicio de resistencia de ese cuerpo se
nutre de los riesgos que Artaud auguraba a su teatro. No se trataba de sentarse
cómodamente sino de entrar en un sitio del que se podía salir transformado. No
habrá forma de contar la muerte más contundente que esa pantalla de velador
invertida en el cuello de García Wehbi repleta de piedras porque se trata aquí
de hacer brotar sensaciones, de darle a lo que pasa una forma física que el
espectador sentirá en su propio cuerpo.
La conferencia como un espacio
donde la teoría entra en una forma dislocada pero que no impide que el
pensamiento aparezca. La lengua del culo, que parece una caricatura
arqueológica, instala una imagen del cuerpo como zona escatológica que no deja
de plantear un sentido, de expresar un lenguaje de forma salvaje y es allí donde
Artaud se une a la teoría de Julia Kristeva que encuentra en el parto y en la
escritura poética una forma primaria donde acontece una verdad. Ese cuerpo que
lanza otro ser al mundo en una ráfaga de sudor y placenta, que se ve violentado,
invadido por una experiencia que no puede terminar de controlar, experimenta
algo similar a esa peste que invocaba Artaud.
García Wehbi y Ferro buscan
que el espectador de hoy pueda asomarse a un lenguaje que no se ordena en un
relato lineal, en una forma escénica que no consigue ser contada, que obliga a
ser vivida sin la demanda permanente de entendimiento pero no hace de esa
experiencia primera, anterior a la cultura un territorio al que se debe
regresar. La naturaleza aparece recortada, falsa, las plantas sobre la mesa
invocan una selva de cuadro, armada por sujetos que la utilizan como una
escenografía acotada, interferida por cables y luces. No existe un mundo fuera
de esa tecnología. La enfermera que llega para sacar sangre vuelca kechut en el
brazo de García Wehbi. El dolor como la institucionalización entran en la
maquinaria del consumo. La guitarra eléctrica destrozada es el lugar común del
rockero rebelde. Su desparpajo es otra señal de una sociedad que desperdicia y
rompe, como los panes de hamburguesas cubriendo el escenario de la sala Casa
Cuberta en Gólgota Picnic, la obra de Rodrigo García donde el dramaturgo
argentino insultaba a la sociedad de consumo para mostrar el derroche en escena,
para tirar lo que otros necesitan. Claro que lo hacía con belleza, con
inteligencia, con la brutalidad de quien entiende que el consumo es la forma
material del sinsentido. Daña y tira lo que otros acumulan.
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