domingo, 28 de febrero de 2010

Mujeres en las orillas


por Alejandra Varela



En febrero de 2008 viajé con Malena Bystrowicz y con Carolina Camps hacia el interior de la villa 20 de Lugano para realizar una nota que sería publicada, de forma acotada, en el Suplemento Mujer del diario Clarín. Hoy reproduzco aquí una versión completa de esa nota. Sirve como un homenaje anticipado por el día de la mujer


Cuenta, en una tarde cargada de voces y de ladridos de perros iracundos, de saludos afectuosos de amigos y familiares que interrumpen la charla, que ella, Isabel, estaba gordísima y hubo una época en la que se abandonó totalmente, que su vida era estar tirada en la cama. “Yo no veía sol, no veía aire, no veía si llovía”, recuerda. Hasta que un día salió a reemplazar a su hija en un piquete: “Yo iba a las marchas sin noción de qué día era, qué hacía en la marcha. Con el tiempo pude ver por qué salíamos, por qué estábamos en la calle, ahí empecé a agarrar ritmo pero me costó casi seis meses adaptarme”.

Esta mujer que atravesó una transformación, que comprendió la política en la acción, como tantas otras mujeres en la historia de nuestro país, un día se encontró con una chica llamada Malena Bystrowicz. La chica se acercaba a presentar su documental “Piqueteras” a la villa 20 de Lugano, donde vive Isabel y enseguida estas dos mujeres se comprendieron.

Malena comenzó a dar un taller audiovisual junto a Fernanda Álvarez pero al tiempo el vínculo con la gente de la Villa 20 comenzó a despertar otras ideas. Siguiendo los pasos de la fotógrafa Adriana Lestido, Malena entendió que si quería contar las historias de estas mujeres o si, más precisamente, buscaba crear las condiciones para que ellas construyeran su propio relato, su entrega a ese mundo tenía que ser más profunda.

Así fue como decidió instalarse a vivir en la Villa 20 durante todo el tiempo que requiriera el rodaje de “Agujeros en el techo”, el documental donde mujeres como Isabel o como Gisela, su sobrina, se ubican delante y detrás de la cámara para ser autoras e intérpretes de los múltiples episodios que pueblan sus vidas.

No fue, en principio, algo buscado que las mujeres fueran las dueñas de la narración de “Agujeros en el techo”: “El taller era un espacio abierto a todos”, explica Malena “pero la mayoría que venían eran mujeres, las que lo dábamos éramos dos mujeres y cuando sólo éramos mujeres salían otros temas que cuando había hombres no se hablaban y nos dimos cuenta de que eso era lo que queríamos.” Sin que muchos lo sepan o lo noten, las mujeres se han convertido en las iniciadoras de muchos de los movimientos sociales que tomaron protagonismo a partir de la década del noventa. Así como Malena descubrió que el movimiento piquetero en el interior del país comienza “cuando las mujeres se proponen encontrar una salida como sea en situaciones límites. El hombre sale a buscar trabajo y las mujeres no tienen tanto el rollo del rol de proveedoras y salen a luchar”, Isabel describe su experiencia a partir de las transformaciones que puede identificar en su entorno: “Nosotras nos sentimos reconocidas. Las que nos motivaron a la lucha fueron las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo, a partir de ahí tomamos conciencia de que las mujeres pueden salir adelante, que no sean los hombres los que tengan que estar llevando las riendas. Ahora somos iguales porque hasta los hombres lavan, cocinan y planchan. Antes no lo sabían hacer y la mujer tenía que ser esclava de ellos, para mi eso es la liberación.”

La amalgama del documental “Agujeros en el techo” se construye en el vínculo que se establece entre Malena y las mujeres que exponen su vida ante las cámaras y su imaginación al momento de decidir como contarlas. “Malena se integró como una más de la familia” confiesa Ana, la mamá de Gisela, una de las protagonistas más creativas del documental.

La figura de Malena facilitó las condiciones para otro tipo de diálogo. “Viene una compañera y cuenta lo que está pasando con su familia, hay chicos que se drogan, hay un montón de cosas y estando con mujeres se desahogan bastante porque si yo me introduzco en esa reunión de hombres”, entonces Isabel señala a un grupo de muchachos veinteañeros que conversan cerca de un kiosco “y yo cuento mis cosas, pienso que el hombre se va a reír, que soy una estúpida o me escucha y no me va a dar ninguna solución. En cambio si hablás con otra mujer que está en el mismo problema, capaz que te da una solución”.

Pero reconoce que con Malena se instaló una confianza que Isabel no tiene habitualmente con otros compañeros. Esto llevó a que en una presentación de “Agujeros en el techo”, realizada en el Centro Cultural Paco Urondo, un compañero que conoce a Isabel de la militancia piquetero descubriera “que nunca se imaginó lo que había detrás de mí”, relata con cierta emoción Isabel. La pantalla permite que una experiencia de dos se convierta en una instancia colectiva.

Más allá que la militancia en un MTD, no es el eje del relato de “Agujeros en el techo”, esta actividad tiñe sus vidas. Estas mujeres que salen al piquete son madres y muchas veces llevan a sus hijos a participar de los cortes, costumbre que es vista críticamente por cierta clase media. Malena no se muestra para nada tolerante con esta apreciación: “¿Adonde quieren que los dejen?” y Ana agrega un dato importante: “Los medios dicen: vienen a hacer piquetes, hacen desorden y vienen a robar y con los chicos no piensan eso.”

En un documental poblado de episodios donde se cruza el consumo de Paco, con fiestas de cumpleaños y la realidad más cruda, hay un fragmento de un cortometraje, filmado durante el taller audiovisual llamado “El sueño” y tanto Ana como Isabel y Malena, están de acuerdo en elegirlo como el preferido.

El relato se basa en un poema de Alejandra Pizarnik que les acercó Malena y está protagonizado por Gisela que interpreta a una adolescente que sale a cirujear y tiene un poético diálogo con una mariposa. “Me gusta la manera en que refleja a una chica de bajo nivel que quiere salir del espacio en el que está para poder integrarse a otro espacio que le pueda dar una buena vida”, describe Isabel.

La voz en guaraní que se instala en “El sueño” “cuenta como el gusano pasa a ser mariposa y tiene re que ver con lo que pasa en el corto”, dice Malena casi como buscando la aprobación y está claro que además del padecimiento y la injusticia, está la imaginación siempre dispuesta a dar batalla.

viernes, 19 de febrero de 2010

Feliz cumpleaños, compañera Presidenta


Gracias por enseñarnos todos los días la fortaleza, por esa capacidad de seguir peleando a pesar de las críticas despiadadas, del odio que ya se ha convertido en una costumbre aceptada en nuestra sociedad.

Gracias por devolverle a la política su conflictividad, sus tensiones, sus sentidos, por hacernos vivir una vida más rica donde las convicciones toman una forma concreta y palpable y no son sólo retórica del pasado.

Gracias por esos discursos tan inteligentes, por esa oratoria brillante. Algunas nos nos cansamos de escucharla todos los días sino que disfrutamos de cada momento porque jamás imaginamos admirar a una presidenta. Sabemos que vivimos días que quedarán para la historia y queremos aprovecharlos.

Por todo lo realizado.

Por todo lo que falta.

Por ese coraje de seguir en la contienda hasta el final sin medir si lo que nos espera en el 2011 es un triunfo o una derrota sino con la certeza de saber que se está haciendo lo correcto.

Gracias y mucha fuerza.

jueves, 11 de febrero de 2010

Horacio Quiroga, cita con la fatalidad


Este fue el texto que motivó, sin saberlo, el espíritu del blog. No podía faltar y por eso hoy me decido a publicarlo. Se trata de una nota que escribí para la revista Ñ en el año 2007.
Hace setenta años, el escritor uruguayo se suicidaba con cianuro. El halo de muertes que rodeó su vida la transformó en un destino literario y a su obra, en un eslabón de esa historia trágica. Aquí, la lectura de un conflicto común a varios escritores.

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La mujer había bebido una dosis de veneno suficiente, pero la muerte puede ser tan intrincada e ingobernable como cualquier suceso de la vida. Por eso la mujer, a la que se supone muy bella, tuvo una agonía de tres días. Su marido la acompañó, tratando de rescatarla, le pidió perdón, no debieron de faltar las frases de amor, las confesiones. Algunos se animan a sospechar o imaginar que el hombre llevó un diario de esa agonía, que no pudo resistir la tentación de escribir sobre ella. Cuando finalmente la mujer murió, el hombre oscuro, insobornable, quemó toda su ropa, hizo desaparecer cualquier objeto que hablara de su persona, destruyó sus fotos. En un supuesto álbum familiar a la imagen de Ana María Cirés le corresponde una página en blanco. Tal vez porque esa muerte le trajo a Horacio Quiroga la presencia de otras muertes que se sucedieron de modo casi irreal en su biografía y le daban la certeza atroz de que no habían terminado. Su destino estaba trazado como el recorrido perfecto de una flecha. Esas que siempre dan en el blanco.
A setenta años de su suicidio, ocurrido el 19 de febrero de 1937, queda claro que la muerte en Quiroga no es sólo un dato biográfico, sino la clave para pensar su vida y su literatura. Un héroe griego que, lejos de elegir, entiende que su principal oponente lo ha elegido a él.
Caer en la enumeración de sus muertes cercanas resulta inevitable: tenía dos meses cuando su padre se mata en una cacería, accidentalmente, en Salto, Uruguay, su lugar de nacimiento. Su padrastro se suicida cuando Quiroga era un adolescente. En 1901, mueren dos de sus hermanos, de fiebre tifoidea. Ese mismo año, mientras limpiaba un arma, una bala se dispara y ocasiona la muerte de uno de sus amigos. Después vendrán los suicidios de su amiga Alfonsina Storni y el ya relatado de su primera esposa. Le seguirán el de otro colega y amigo, Leopoldo Lugones (1938) y el de los tres hijos de Quiroga, ocurridos después de la muerte del escritor.
Estos hechos escenifican el conflicto vida/literatura. Una marca que envuelve la vida de varios escritores donde los dos mundos compiten por su valor de realidad. En uno de sus ensayos, Ricardo Piglia resumió estas tensiones: "Esa fantasía extraña de los escritores de dejar de ser escritores o de conseguir una experiencia que sea más intensa que lo que se supone que es la experiencia de la literatura. Entonces la fantasía de la muerte de la literatura es como el acceso a lo real mismo".
La decisión de Horacio Quiroga de ir a vivir a la selva misionera podría pensarse como la construcción de una experiencia que volviera minúscula la tarea de la escritura. Frente al desafío que la selva presentaba, la idea de aventura y el trabajo manual al que siempre quiso dedicarse, surgió en él la fantasía de abandonar la tarea de escritor, como si el hecho de continuar siéndolo potenciara su destino trágico. Tal vez pensaba que, al intentar mutar en un "hombre común", el drama de la muerte habría de alejarse. De esa manera podría eliminar el carácter excepcional de los escritores que sienten la presión de escribir sobre la muerte.
Por supuesto, no fue esto lo que ocurrió. Quiroga decidió su travesía en la selva como el autor de una novela de aventuras, como el romántico personaje de un filme de Werner Herzog o como un rousseauniano que quiere vivir en un mundo anterior a la cultura pero después vuelve al papel, convierte esa experiencia en materia literaria y se ubica, en la línea de fuego.
Jorge Lafforgue, quien por estos días se encuentra editando el epistolario completo del escritor uruguayo, comenta: "Lo que hace magistralmente Horacio Quiroga, por ejemplo en el cuento ''A la deriva'' (1912), es contar ese momento donde la muerte te está tocando los talones".
El precio de escribir
Este hombre ha dejado de lado, por un momento, esos inventos con los que esperaba conseguir algún dinero. Vuelve al papel para escribir, ahora, una carta a Fernández Saldaña. Pone la fecha: 16 de marzo de 1911 y anota, como cualquier persona preocupada por la economía doméstica: "Vivo de lo que escribo. ''Caras y Caretas'' me paga $ 40 por página, y endilgo 3 páginas más o menos por mes. Total $ 120 mensual. Con esto vivo bien".
Una página: 40 pesos. ¿Existe un modo más implacable de terminar con la mística y la idealización de la tarea de escritor? El escritor profesional, aquel que entiende que la literatura está atravesada por el dinero, sufre de un modo más descarnado el conflicto vida/literatura. "Los escritores del siglo XIX", explica Lafforgue, "veían la literatura como una actividad secundaria en relación con la política. (Bartolomé) Mitre dirigía la guerra del Paraguay mientras traducía La Divina Comedia. Con el pasaje del siglo XIX al XX, surge la figura del escritor profesional, de la que Quiroga es un pionero".
Como la poeta norteamericana Sylvia Plath, con quien Quiroga tiene varios puntos en común a nivel biográfico, además del suicidio, la desesperación por convertir la literatura en una actividad rentable, vuelve esta tarea más cruda, más real y elimina toda posibilidad de refugio. Es una actividad que se equipara a cualquier otro oficio, pero éste obliga a la soledad, al silencio, al ensimismamiento, a la mirada permanente sobre los propios fantasmas.
El extranjero
"Sólo conozco mi escritorio y lo detesto", dijo la poeta austríaca Ingeborg Bachmann. "¿Qué quién me obliga? Nadie, por supuesto. Es una compulsión, una obsesión, una condena, un castigo." Pero también afirma: "Yo existo sólo cuando escribo, no soy nada cuando no escribo, soy completamente extraña a mí misma, desentono conmigo misma cuando no escribo".
El escritor, alejado de la invención literaria, es un ser desubicado, que no termina de adaptarse a la vida que le atrae y que la literatura le quita como posibilidad de disfrute. Como si la literatura provocara una vida plagada de incomodidades.
Al cumplirse treinta años de la muerte de Quiroga, Rodolfo Walsh fue a San Ignacio y entrevistó a algunos vecinos del escritor que resultaron poco benévolos al referirse al autor de Anaconda: "Quiroga araba de frac y comía cosas raras. En los carnavales usaba una fumigadora para empapar a los transeúntes desde su fortacho. Juez de paz, se olvidaba de inscribir los nacimientos y hasta hoy sigue apareciendo gente que no estaba anotada en ninguna parte".
Más allá de que Walsh señalara la dudosa certeza de estos comentarios, Quiroga no se adaptaba a vivir como un misionero más, por el contrario, profundizaba su condición de "raro".
Quiroga descubre una historia allí donde el acostumbramiento que produce la realidad suele diluirla. En su literatura, lo extraordinario surge con total naturalidad. La locura aparece como una expresión de lo fantástico. Las muertes accidentales (o no) que rodean su vida pueden esconderse en un almohadón de plumas. Quiroga ve tragedia donde otros ven normalidad.
Además le ocurren episodios que parecen salidos de los libros y construye su vida de un modo literario. Piglia ha señalado cómo sujetos invadidos por la literatura encuentran escenas que han leído, plasmadas en sus vidas. Y se anima a decir algo más: "Para mí es mucho más interesante la literatura que la vida. Primero porque tiene una forma más elegante, y segundo, porque es una experiencia mucho más intensa".
¿Qué le habría contestado Quiroga? Tal vez se habría parado frente a él con su mameluco sucio, el que usaba a la hora de enfrascarse en sus inventos, y le habría mostrado el cadáver de sus hijos, de su esposa, de su padre, de sus amigos. l no pudo elegir entre vida y literatura: la primera se le impuso de manera contundente.
Puntos finales
Hacia 1934, Quiroga deja de escribir. Lafforgue refiere que en la correspondencia a César Tiempo confiesa: "Yo ya escribí cien cuentos y dije todo lo que tenía que decir". A través del epistolario, continúa Lafforgue, se ven en sus últimos años de vida una serie de tensiones que, aunque habían estado siempre presentes, explotaron en esta etapa.
El escritor italiano Cesare Pavese termina su diario El oficio de vivir con esta frase: "No palabras. Un gesto. No escribiré más". En 1950, a los 41 años, se mata con una dosis de somníferos.
La muerte y la idea de suicidio están, desde el comienzo, en la literatura de Alejandra Pizarnik. En la única obra de teatro que escribió, Los poseídos por las lilas, el personaje de Carol termina diciendo: "No quiero hablar, quiero vivir". Hablar equivale a escribir; varias veces los personajes de Pizarnik repiten este verso: "Estoy escribiendo con la voz". Dejar de escribir habría implicado, una vez más, salir a la vida, pero Pizarnik también encontró en las pastillas el final de su historia. El escritor que finalmente consigue abandonar la literatura pensando que así se librará de su estigma de extranjero permanente, no hace más que confirmar que fuera de la literatura no es posible vivir. O así lo parece.
Sylvia Plath era una rubia tan bella como cualquier estrella de cine. A los 31 años, vivía con sus dos hijos en Londres, en la que había sido la casa de W. B. Yeats. Se estaba convirtiendo en la escritora que siempre había soñado ser. Así lo manifestaba en las cartas que le enviaba a su madre: "Soy una escritora genial". Por fin alcanzaba el reconocimiento profesional que debería haberla convertido en una mujer feliz. Pero, tras su divorcio del poeta inglés, Ted Hughes, sus ideales de construir una vida perfecta se derrumbaron. Esta rubia que leía Medea y decía que no quería dedicarse solamente al cuidado de sus hijos, sino escribir y ser famosa, metió la cabeza en el horno la noche del 11 de febrero de 1963 y murió por inhalación de gas. Otro modo de decir que con la literatura tampoco no alcanza.
Y puede que sea la literatura la que aliente esta idea extrema, la que despierte la lucidez para no ser indulgente con los propios fracasos.
La escritora inglesa Virginia Woolf no podía, en plena sociedad victoriana, hablar de los abusos que había sufrido en la infancia, ni de su homosexualidad. Tampoco pudo soportar esas voces que, según ella, no le permitían escribir bien. Que una de las principales exponentes del "fluir de la conciencia", técnica que utiliza la voz y el pensamiento de sus personajes como punto de vista narrativo, haya padecido de alucinaciones auditivas, parece un chiste de humor negro. Virginia Woolf, refugiada en el campo, escribiendo, tampoco era feliz. Se llenó los bolsillos de piedras y murió ahogada.
Quiroga, personaje literario
El hombre está, ahora, en la cama de un hospital. Lo cuida un enfermero parecido a Quasimodo; esta escena de su vida tiene, también, el tono gótico de sus cuentos. Días atrás, en una carta, manifestaba ciertas esperanzas de curación pero cuentan que él escuchaba disimuladamente al médico mientras éste declaraba que la operación no era posible. Este hombre no tiene ganas de vivir otra agonía. Prefiere el veneno, como Madame Bovary.
Borges dijo alguna vez: "Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza". Tal vez Borges habría sido un lector fascinado de la vida de Quiroga si la hubiera encontrado, al azar, en alguno de los tomos de su biblioteca y Quiroga se hubiera llamado Kilpatrick o Vincent Moon. Es más, Quiroga podría haber sido un personaje borgeano, de esos que jamás escapan a la circularidad de su destino.