El trazo lo construye Belacqua que, como buen personaje beckettiano, no sabe
lo que quiere ni hacia donde va. El joven está enamorado de la cintura para
arriba y conoce a una serie de personajes que el narrador se encargará de ir
catalogando en torno a la inmediatez o permanencia que decida darle en el
espacio de la trama.
Como una suerte de reflexión, de ensayo novelístico
donde la voz del narrador hace partícipe al lector de sus decisiones, pero
también como un premonitorio recurso borgeano donde el nombre del autor aparece
estampado en la página y entonces, naturalmente, se convierte en personaje,
Samuel Beckett juega en este experimento narrativo que es su primera novela
llamada Sueño con mujeres que ni fu ni fa.
Las mujeres son figuras grotescas,
descomunales y apabullantes. Un tanto fálicas, también, como es el caso de
Smeraldina - Rima, mujer violadora capaz de todas las acciones que el pobre
Belacqua se niega a ejecutar.
El escritor en sus comienzos se inspira en la
obra de su maestro, James Joyce y allí está esa poética guarra, esa risa un
tanto irónica y también la gimnasia con las palabras que construye un recorrido
aparte, porque, como ocurre en Retrato del artista adolescente o en Ulises, esta
novela escrita originalmente en inglés en 1932, parece un mapa, un sendero
dibujado para caminar más que para leer.
Es también una indagación
arqueológica en los archivos de esa versión beckettiana que tuvo su comienzo y
su final con este texto pero que podría haberse ensanchado en una exuberancia
del lenguaje, en una mezcla de idiomas, en ese momento de impasse en el hotel
Trianon de Paris donde el joven irlandés se enfrenta a un volcán interior.
Entiende, como Belacqua que hay muchos Beckett, que su temperamento es también
una pieza literaria que deberá pulir para encontrar algo que en Beckett nunca
tendrá el nombre de estilo. Será tal vez una voz, un sello en su escritura
inconfundible que se construirá en el rechazo a toda pretensión estética. Hay
aquí una forma que poco tiene que ver con los textos que lo convirtieron en
genio. Es la obra de un hombre exiliado de la vida literaria y académica que
comienza a separarse de Joyce y descubre que su relación con las mujeres será
por siempre tortuosa. Es el momento previo al descubrimiento de la propia
identidad como artista, un instante de talento desbocado, de ajuste de cuentas y
también de una preciosa confusión.
Las escenas se construyen a partir de un
código burlesco desatado por la ambigüedad de Belacqua, un muchachito que no
parece hecho para la vida de carne y hueso sino para esa otra que sucede en su
cabeza, o en el interior del túnel donde se sumerge cuando la angustia se parece
demasiado a una mueca. Como en Joyce es en el pensamiento desvariado de Belacqua
donde realmente se desarrolla una historia que, contradictoriamente, se esfuerza
por mostrarse inaprensible para el lector. Todo se enmaraña y se complica porque
el protagonista es un extraño en cada suelo que pisa.
Belacqua es un
intento de poeta que prefiere soñar con la amada más que tenerla, seguramente
porque no la ama pero simula quererla con el sinsentido propio del mundo
beckettiano. Es que el joven está por fuera de los hechos y no entiende los
arrebatos de esas mujeres tan carnales.
Esa reelaboración que la literatura
hace de la anécdota se multiplica en un tono barroco, en un disfrute por
enmarañar el germen de una escena simple. Belacqua es una excepción y como tal
demuestra un estado de inferioridad frente a los hechos.
Existe una voluntad
de crear una suerte de cubismo literario donde las acciones son tajeadas,
partidas y a su vez minuciosamente observadas, dueñas de infinitas telarañas.
Hay un deseo de escribir sobre lo invisible.”La experiencia del lector tendrá
lugar entre las frases, en el silencio, le será comunicada en los intervalos, no
en los términos del enunciado.”
Un escritor que se corrige, que vuelve sobre
lo escrito para ponerlo en duda. No es la peripecia lo que construye la
ingeniería de la novela beckettiana sino un territorio de posibilidades. Si
Joyce narraba desde el fluir de la conciencia, Beckett parece contar desde su
propio inconciente.
Tal vez el origen de todo se encuentre en una mujer. En
la frágil Lucía Joyce, cuya esquizofrenia sirvió de estímulo al padre para
derivar en una narrativa casi imposible, como ocurre en Finnegans Wake, novela
que Beckett tradujo al francés.
La chica se había enamorado de Beckett y los
desaires del joven irlandés que tal vez como Belacqua tenía por norma el mal
carácter y el humor taciturno, fueron el perfecto combustible de esa locura que
se manifestaba en un lenguaje que seducía al padre y al discípulo por igual. De
Lucía extirparon lo indecible y la chica fue eternamente un personaje
beckettiano.
Es que la novela es profundamente autobiográfica. Lo que
Belacqua quiere es habitar su mundo interior, disfrutar de su tristeza y
refugiarse en la uterotumba. Son las figuras femeninas, disfrazadas de los
nombres reales de aquellas mujeres que por ese entonces sacudían la vida del
autor de Esperando a Godot, las que lo obligan a una experiencia que no
despierta en él ningún atractivo.
Pero también Beckett se propone discutir
las formas de la novela tradicional, que ya había sido desarmada sagazmente por
Joyce, al establecer niveles de intertextualidad. Sus personajes y sus acciones
pierden la prolijidad de la novela burguesa para derramar una infusión de vida.
Las discontinuidades y las incoherencias de Belacqua funcionan como un intento
de convertir la literatura en algo más parecido a la percepción real de los
hechos.
Las palabras tienen un protagonismo contundente en un autor que
meses después se zambulliría en el psicoanálisis para pasar por varias
reclusiones creativas hasta renacer como ese escritor austero y despojado que
sorprendió al mundo con su majestuosa manera de esculpir en el tiempo.
Sueño con mujeres que ni fu ni fa - Autor Samuel Beckett
miércoles, 10 de febrero de 2016
martes, 9 de febrero de 2016
Artaud lengua madre
La vibración empieza mientras el público entra a la sala. Los actores frente
al micrófono y un cordero en el centro, que los separa. Ellos también tienen un
pantalón hecho con piel de cordero, lo que lleva a pensar que ese sacrificio los
involucra, que Artaud fue un mártir y que ellos, Gabo Ferro y Emilio García
Wehbi, van a ser versiones insensatas, imposibles del poeta francés, que van a
tocar allí donde el padeció y donde supo crear sin ser él. Pura empatía que
lleva a entenderlo y también a desviarse, a usarlo de inspiración, a entrar en
una línea asociativa infinita.
Ellos leen frente al micrófono y la palabra se vuelve proclama, acto político, más allá de que su forma poética pueda tornarla inaprensible. Algo quedará en el aire, algo dejará una huella. La música opera en esta experiencia escénica como interferencia, como una forma que viene a tapar la palabra, a forzar su decir, a competir con otra sonoridad.
En los textos poéticos que García Wehbi y Ferro componen enlenzados con frases de Artaud, la teatralidad está en el modo en que esa palabra se hace presente en un escenario.
La selva contenida en el rectángulo de una mesa poblada de plantas y cables, y otros micrófonos hablan de ese espacio primitivo al que Artaud quería volver. La palabra política está impregnada de un desagrado frente al mundo más cercano, de una parodia de las instituciones acotadas al libro de comunicaciones de unos niños un tanto perturbados.
En García Wehbi la mezcla es virtuosa. Lo que parece abstracción se enlaza con la coyuntura de una manera acertada. La rispies de la palabra dólar en un territorio donde el arte y su influencia sobre la vida, el modo en que la vida es la carne del artista, no deja de marcar la armonía. Hay una inteligencia en García Wehbi para incorporar lo inmediato en su territorio po+ético que habla de su inteligencia para leer la política. Si en la sucesión de antinomias que Ferro enumera el final se reduce a peso dólar, es porque la época que está por empezar se propone sustraer toda espesura ideológica para dejar la escuálida desesperación por un billete.
La estética de Artaud es irreproducible, se limita a su experiencia y sólo es posible en la figura de ese actor y teórico del teatro que vomitaba en la Comedia Francesa. Wehbi y Ferro lo entienden, por eso toman su escritura, sus palabras y ese espíritu de batalla contra el teatro como entretenimiento burgués, como punto de partida para un proyecto que debe repensarse en un presente donde muchas de las inquietudes de Artaud pueden sonar antiguas.
Recuperar esa actitud que desgarraba lo social como mentira, que se enfrentaba al comportamiento ordenado para desear la aparición de la peste, presenta muchísimas dificultades de ser pensada en un contexto atravesado por la ironía, donde todo comportamiento antisistema es debilitado en su sustancia, en su posibilidad de lucidez. Artaud: lengua madre se interna en esa dificultad, asume el riesgo y gana en esta aventura porque entiende que debe complejizar al extremo0 ese malestar. No hay ingenuidades en el trabajo de Wehbi y Ferro, tampoco apología del martirio. Se deciden por la artificiosidad de la escena, por lo falso, delatan la postura y la incorporan a la trama. Usan la performance como soporte y la abandonan para entrar decididamente en el teatro. Se burlan de las formas actuales del manifiesto y lo invocan como género para distorsionarlo. Hacen entrar a las partículas del universo Artaud en un juego de tensiones, las ponen a disputar entre ellas. El teatro se convierte en un duelo entra esa palabra, esos cuerpos y todo lo que allí podría suceder si el drama fuera tomado en serio, fuera real, si la tentación del aura del artista maldito los tomara por completo.
Las imágenes son una forma narrativa en García Wehbi pero no se complacen en la belleza, soportan el límite. Si en Hécuba o el gineceo canino, Maricel Álvarez parecía a punto de desfallecer con esa palabra tormentosa que no le daba tiempo a tragar, con la saliva, el llanto, los mocos derramándose casi como si la muerte fuera una posibilidad dramática, en Artaud: lengua madre, García Wehbi deja que su cabeza se entierre en un cono de piedras que le impiden respirar. El ejercicio de resistencia de ese cuerpo se nutre de los riesgos que Artaud auguraba a su teatro. No se trataba de sentarse cómodamente sino de entrar en un sitio del que se podía salir transformado. No habrá forma de contar la muerte más contundente que esa pantalla de velador invertida en el cuello de García Wehbi repleta de piedras porque se trata aquí de hacer brotar sensaciones, de darle a lo que pasa una forma física que el espectador sentirá en su propio cuerpo.
La conferencia como un espacio donde la teoría entra en una forma dislocada pero que no impide que el pensamiento aparezca. La lengua del culo, que parece una caricatura arqueológica, instala una imagen del cuerpo como zona escatológica que no deja de plantear un sentido, de expresar un lenguaje de forma salvaje y es allí donde Artaud se une a la teoría de Julia Kristeva que encuentra en el parto y en la escritura poética una forma primaria donde acontece una verdad. Ese cuerpo que lanza otro ser al mundo en una ráfaga de sudor y placenta, que se ve violentado, invadido por una experiencia que no puede terminar de controlar, experimenta algo similar a esa peste que invocaba Artaud.
García Wehbi y Ferro buscan que el espectador de hoy pueda asomarse a un lenguaje que no se ordena en un relato lineal, en una forma escénica que no consigue ser contada, que obliga a ser vivida sin la demanda permanente de entendimiento pero no hace de esa experiencia primera, anterior a la cultura un territorio al que se debe regresar. La naturaleza aparece recortada, falsa, las plantas sobre la mesa invocan una selva de cuadro, armada por sujetos que la utilizan como una escenografía acotada, interferida por cables y luces. No existe un mundo fuera de esa tecnología. La enfermera que llega para sacar sangre vuelca kechut en el brazo de García Wehbi. El dolor como la institucionalización entran en la maquinaria del consumo. La guitarra eléctrica destrozada es el lugar común del rockero rebelde. Su desparpajo es otra señal de una sociedad que desperdicia y rompe, como los panes de hamburguesas cubriendo el escenario de la sala Casa Cuberta en Gólgota Picnic, la obra de Rodrigo García donde el dramaturgo argentino insultaba a la sociedad de consumo para mostrar el derroche en escena, para tirar lo que otros necesitan. Claro que lo hacía con belleza, con inteligencia, con la brutalidad de quien entiende que el consumo es la forma material del sinsentido. Daña y tira lo que otros acumulan.
Ellos leen frente al micrófono y la palabra se vuelve proclama, acto político, más allá de que su forma poética pueda tornarla inaprensible. Algo quedará en el aire, algo dejará una huella. La música opera en esta experiencia escénica como interferencia, como una forma que viene a tapar la palabra, a forzar su decir, a competir con otra sonoridad.
En los textos poéticos que García Wehbi y Ferro componen enlenzados con frases de Artaud, la teatralidad está en el modo en que esa palabra se hace presente en un escenario.
La selva contenida en el rectángulo de una mesa poblada de plantas y cables, y otros micrófonos hablan de ese espacio primitivo al que Artaud quería volver. La palabra política está impregnada de un desagrado frente al mundo más cercano, de una parodia de las instituciones acotadas al libro de comunicaciones de unos niños un tanto perturbados.
En García Wehbi la mezcla es virtuosa. Lo que parece abstracción se enlaza con la coyuntura de una manera acertada. La rispies de la palabra dólar en un territorio donde el arte y su influencia sobre la vida, el modo en que la vida es la carne del artista, no deja de marcar la armonía. Hay una inteligencia en García Wehbi para incorporar lo inmediato en su territorio po+ético que habla de su inteligencia para leer la política. Si en la sucesión de antinomias que Ferro enumera el final se reduce a peso dólar, es porque la época que está por empezar se propone sustraer toda espesura ideológica para dejar la escuálida desesperación por un billete.
La estética de Artaud es irreproducible, se limita a su experiencia y sólo es posible en la figura de ese actor y teórico del teatro que vomitaba en la Comedia Francesa. Wehbi y Ferro lo entienden, por eso toman su escritura, sus palabras y ese espíritu de batalla contra el teatro como entretenimiento burgués, como punto de partida para un proyecto que debe repensarse en un presente donde muchas de las inquietudes de Artaud pueden sonar antiguas.
Recuperar esa actitud que desgarraba lo social como mentira, que se enfrentaba al comportamiento ordenado para desear la aparición de la peste, presenta muchísimas dificultades de ser pensada en un contexto atravesado por la ironía, donde todo comportamiento antisistema es debilitado en su sustancia, en su posibilidad de lucidez. Artaud: lengua madre se interna en esa dificultad, asume el riesgo y gana en esta aventura porque entiende que debe complejizar al extremo0 ese malestar. No hay ingenuidades en el trabajo de Wehbi y Ferro, tampoco apología del martirio. Se deciden por la artificiosidad de la escena, por lo falso, delatan la postura y la incorporan a la trama. Usan la performance como soporte y la abandonan para entrar decididamente en el teatro. Se burlan de las formas actuales del manifiesto y lo invocan como género para distorsionarlo. Hacen entrar a las partículas del universo Artaud en un juego de tensiones, las ponen a disputar entre ellas. El teatro se convierte en un duelo entra esa palabra, esos cuerpos y todo lo que allí podría suceder si el drama fuera tomado en serio, fuera real, si la tentación del aura del artista maldito los tomara por completo.
Las imágenes son una forma narrativa en García Wehbi pero no se complacen en la belleza, soportan el límite. Si en Hécuba o el gineceo canino, Maricel Álvarez parecía a punto de desfallecer con esa palabra tormentosa que no le daba tiempo a tragar, con la saliva, el llanto, los mocos derramándose casi como si la muerte fuera una posibilidad dramática, en Artaud: lengua madre, García Wehbi deja que su cabeza se entierre en un cono de piedras que le impiden respirar. El ejercicio de resistencia de ese cuerpo se nutre de los riesgos que Artaud auguraba a su teatro. No se trataba de sentarse cómodamente sino de entrar en un sitio del que se podía salir transformado. No habrá forma de contar la muerte más contundente que esa pantalla de velador invertida en el cuello de García Wehbi repleta de piedras porque se trata aquí de hacer brotar sensaciones, de darle a lo que pasa una forma física que el espectador sentirá en su propio cuerpo.
La conferencia como un espacio donde la teoría entra en una forma dislocada pero que no impide que el pensamiento aparezca. La lengua del culo, que parece una caricatura arqueológica, instala una imagen del cuerpo como zona escatológica que no deja de plantear un sentido, de expresar un lenguaje de forma salvaje y es allí donde Artaud se une a la teoría de Julia Kristeva que encuentra en el parto y en la escritura poética una forma primaria donde acontece una verdad. Ese cuerpo que lanza otro ser al mundo en una ráfaga de sudor y placenta, que se ve violentado, invadido por una experiencia que no puede terminar de controlar, experimenta algo similar a esa peste que invocaba Artaud.
García Wehbi y Ferro buscan que el espectador de hoy pueda asomarse a un lenguaje que no se ordena en un relato lineal, en una forma escénica que no consigue ser contada, que obliga a ser vivida sin la demanda permanente de entendimiento pero no hace de esa experiencia primera, anterior a la cultura un territorio al que se debe regresar. La naturaleza aparece recortada, falsa, las plantas sobre la mesa invocan una selva de cuadro, armada por sujetos que la utilizan como una escenografía acotada, interferida por cables y luces. No existe un mundo fuera de esa tecnología. La enfermera que llega para sacar sangre vuelca kechut en el brazo de García Wehbi. El dolor como la institucionalización entran en la maquinaria del consumo. La guitarra eléctrica destrozada es el lugar común del rockero rebelde. Su desparpajo es otra señal de una sociedad que desperdicia y rompe, como los panes de hamburguesas cubriendo el escenario de la sala Casa Cuberta en Gólgota Picnic, la obra de Rodrigo García donde el dramaturgo argentino insultaba a la sociedad de consumo para mostrar el derroche en escena, para tirar lo que otros necesitan. Claro que lo hacía con belleza, con inteligencia, con la brutalidad de quien entiende que el consumo es la forma material del sinsentido. Daña y tira lo que otros acumulan.
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