Me tomo un taxi para llegar a la agencia de turismo que va a llevarme a
Versailles. Es una mañana lluviosa, como casi todas
las de mi estadía en París y el gris es un tono que no le sienta mal a esta
ciudad que parece cubierta, impregnada de una capa de hielo. El taxista habla
español y me pide que le traduzca algunas palabras, que de algún modo amplíe su
vocabulario. Siempre piensan que soy española, un poco porque ellos identifican
a los latinoamericanos con un esteriotipo del que yo no vendría a formar parte y
otro poco porque para ellos sólo existe Europa. El resto del mundo es la última
opción.
En la agencia de turismo somos muchos los que hablamos castellano,
aunque soy la única argentina. Un matrimonio iraní me cuenta que vivieron muchos
años en Estados Unidos pero que hablan español porque ahora viven en España.
Pienso en esa existencia plagada de nomadismos y eso también es Europa, un mundo
repleto de asiáticos, de islámicos, de latinoamericanos. Universitarios que
quieren insertarse en el mundo occidental pero también personas que huyen de una
vida difícil, inmigrantes que son una nueva forma de exiliados.
Pasamos por
la Rue de Rivolí y experimento una pequeña desilusión. La encuentro bastante
similar a Paseo Colón y Além, aunque con algunas columnas más sofisticadas y
está repleta de negocios con mercadería en la calle, un poco toscos, a mi
entender, un poco sobrecargada de gente y vendedores.
El viaje a Versailles
lleva su tiempo. Veo que estamos cerca de Bordeaux y recuerdo que Dardo Scavino
me dijo que vivía por allí. Versailles no es París, tiene cierta estética de
pueblito, de casa de las afueras, de conurbano. Algo de residencial pero poco,
no lo suficiente para estar acorde con el castillo.
El guía nos da las
entradas para el museo y nos dice la hora en la que va a pasar a buscarnos. Mi
pago contempla una audio guía, un sistema bastante práctico que consiste en una
especie de teléfono donde habita la voz de un guía en el idioma solicitado.
Después de la introducción uno encuentra en cada sala un número que debe marcar
para que la guía te cuente de que se trata esa parte del castillo.
Olvidé
decir que ese día me sentía un poco descompuesta y mientras caminaba por el
Palacio pensaba que locura sería vomitar en Versailles. Mi rechazo a la
monarquía se convertiría en una cuestión física, en una manifestación del
cuerpo.
Me fascina el modo en que los franceses integran su historia. Más
allá que existan algunos espacios vedados, el castillo se transita con comodidad
y abundancia. Espiamos la vida de la monarquía con zapatillas y mochilas, con
jeans y borceguíes pero es mucho más que eso. Estamos allí ( sin tocas por
supuesto, porque todo sale una fortuna, tendríamos que dejar nuestra sangre si
algo se rompe) como una tarea de reconstrucción, como un modo de palpar hechos
históricos y tratar de imaginarlos a partir de la presencia de los objetos y de
la voz de la audio-guía.
El objeto como dato pero también como lo único
permanente, como el remanente que viene a reemplazar, a evocar a los reyes y
príncipes que seguramente estarán allí como fantasmas cuando los numerosos
visitantes se hayan ido.
¿Por qué queremos conocer la vida de la monarquía?
¿Por qué nos sentimos un poco reinas cuando caminamos por el salón de los
espejos? Seguramente porque la disposición del espacio, de esa fastuosidad, los
detalles barrocos, las pinturas en el techo y las paredes que cuentan historias,
que conservan símbolos, dan cuenta de un mundo que ya no existe y que
necesitamos conocer. Nos hablan de una vida alejada, inaccesible. Esa es la
belleza de esta visita, la de habitar lo que nos es ajeno. La de ocupar una casa
noble por un rato y tratar de entender ese mundo destruido por la
burguesía.
Porque se trata de la historia y de la revolución francesa. De los
plebeyos que estamos allí como alguna vez los jacobinos cruzaron el jardín y
destrozaron ese imperio de la monarquía. Porque ese palacio fue saqueado y con
el tiempo reconstruido. Es interesante ver como mucho del mobiliario fue
recuperado para poder exhibirlo y otro tanto reconstruido tratando de guiarse
por la fidelidad histórica.
Yo pasé muchas veces por la Plaza de la
Concordia. Allí, en uno de los lugares más bellos de París, guillotinaron a
María Antonieta pero hoy esa historia está integrada como parte del recorrido
turístico. Esta Francia de hoy es hija de su revolución y se reconoce en ella,
parte de su orgullo tiene que ver con haber gestado esa cambio de paradigma
político que después terminó en la muerte y la desilusión. Pero pese a todo, la
francesa fue la única revolución auténtica cuyo imparto todavía resuena. Es la
que nos permite caminar por Versailles de sport, sin galas, como en un intento
de volver popular a esa palacio, aunque la palabra no termina de ser la más
acertada.
Después de horas de recorrido, de estar metida en el siglo XVIII,
voy a almorzar a uno de los restoranes que tiene el palacio. Me encanta la
ensalada y ese mundo que se reparte alrededor mío. ¿Dónde estoy en realidad? En
una tierra que contiene tantas fisonomías y nacionalidades, en el centro del
mundo. Me gustaría vivir en París, ahora lo pienso, ahora que volví y ya estoy
un poco cansada o malhumorada, ahora que transitan los días sin mucha novedad.
Un país nuevo nos da la posibilidad de ser otros.
Ese día en Versailles mi
pelo estaba imposible, enmarañado, capturado por la humedad de una ciudad con
río. Yo trataba de arreglarlo con algunas hebillas cuando a mi lado,
compartiendo el espejo del baño, se instala una mujer islámica con la cabeza
tapada. Esto es París, pensé. La naturaleza indomable de Latinoamérica junto al
cuerpo encerrado del Islam, todo componiendo el mismo espacio. Viviendo lo mismo
pero de un modo diferente.
Ella no tenía ese problema. Su pelo dejaba de
existir mientras que para mi siempre fue una parte importante de nuestra
identidad. Las mujeres occidentales gastamos mucho dinero en nuestro pelo. Nos
importa como peinarlo y cortarlo. Exhibimos brutalmente algo que otras mujeres
prefieren cubrir, dejar fuera de escena.
No me alcanzaba el tiempo para tomar
el tren de María Antonieta y recorrer los jardines de Versailles, entonces me
aventuré por esas hectáreas de flores, pasto y fuentes con patitos, a pie, como
tantos otros. Ya había salido el sol. Mientras sacaba algunas fotos desde la
ventana del castillo pensaba, que lindo sería ver este lugar iluminado por el
sol y el deseo fue concedido porque el clima en París es tan imprevisible como
en Buenos Aires o La Plata. Tenía barro en mis botas, pero era barro de
Versailles.
De regreso la agencia nos deja cerca de Le Louvre. El museo
gobierna la zona, le da nombre a todo y contagia su estilo. Cuando llegué me
pareció estar en la plaza San Pedro. Cada edificio importante tiene en París una
especie de plaza que prepara la escena. Es un espacio que corta la continuidad
del lugar y establece su jerarquía desde el diseño urbanístico. No solo miramos
el Louvre porque es un edificio por demás bello sino porque todo en su entorno
nos prepara para la llegada a ese lugar y nos pide atención. Aquí las cosas
cambian, ahora vas a transitar por un paisaje distinto, la ciudad reacciona
frente a semejante joya arquitectónica, tomate tu tiempo, porque esto no es un
museo más. Si, las calles de París parecen estar hablándonos
permanentemente.
Allí también es muy sagaz el modo en que lo moderno se
instala en medio de tanto clasicismo y barroquismo. Las escaleras mecánicas que
permiten la entrada no nos hacen olvidar esos techos y paredes que compiten con
los cuadros y esculturas. Miro las obras o miro el museo. Estamos todos
excitados y emocionados. Cuando me enfrento al cuadro de la libertad de
Delacroix creo estar frente a un sueño. No sé si será un lugar común pero algo
te pasa adentro del Louvre que no te pasa en otro edificio parisino. La gente
sacándole fotos a La Gioconda puede ser un dato más de la enajenación turística
pero encontrar un momento para estar un poquito a solas con esos cuadros permite
sintetizar y contemplar una escena para la que nos preparamos durante toda la
vida. Yo me acordaba de mi profesora de plástica del secundario, cuando nos
decía que un día íbamos a tener la posibilidad de ir a los grandes museos del
mundo y sus clases nos iban a servir. En realidad lo que sé de plástica lo
aprendí de mis numerosos amigos pintores, grabadores y dibujantes pero ese
recuerdo conservó cierta ternura para mi. Llegar al Louvre es algo que está en
nosotros desde siempre.
Allí si escuché voces argentinas. Una chica que le
decía al novio “Ver la Gioconda original te vuela la cabeza” ¿Cómo no iba a ser
argentina? Una madre con su hijo veintenero frente al cuadro de Delacroix. Ese
museo me trajo cierta familiaridad.
Le Louvre está cerca de le pont neuf y de
la comedia francesa. En el carrusel del Louvre un librero me indicó como llegar.
Esa zona es una de mis preferidas en París porque se continúa un poco con esa
plaza o explanada que sirve de plataforma al museo y con las columnas y galerías
de la Rue de Rivolí. Forma como un pequeño mundo aparte, un cuadrado un poco más
reflexivo entre el ruido del centro.
Ya era un tarde y la boletería de la
comedia estaba cerrada. La venta de entradas en París funciona a la inversa que
en la Argentina. Descubrí que estaban dando Antígona de Jean Anouilh y confíe
que podría conseguir alguna localidad, algo que al día siguiente te reveló como
imposible. Las entradas se agotan en París.
Entré a uno de los bares pegadito
a la comedia, con cuadros de arlequines y personajes teatreros. Los bares
franceses no se parecen a los argentinos. En gran medida porque nosotros nos
dejamos ganar muy fácilmente por las modas y porque muchos de los bares
notables, son para mi gusto un poco decadentes.
Ir a un bar en París es una
experiencia que conserva cierto refinamiento, como los tés en el Tortoni o en el
Molino. Algo antiguo, algo de otra época que los jóvenes hacen suyo. No se trata
de reductos de viejos. Los turistas y las variadas generaciones le dan un aire
de actualidad. Tal vez el secreto esté en que los bares parisinos conservan
cierta ceremonia, cierto ritual que viene de su amor a la comida.
Cuando se
hace de noche en París, cuando la gente vuelve a casa o se dispone a salir, hay
un movimiento intenso que parece darlo vuelta todo.
Entro a la librería
Galimar, maciza, antigua, con el registro anterior a las librerías de cadena.
Hay algo de la infancia, de la forma de apilar los libros, de enfrentar esos
estantes poblados de volúmenes, preparados para el lector conocedor no para
aquel que compra novedades, que tienen que ver con mis primeras experiencias en
las librerías.
Compro Antígona en francés porque me había propuesto conseguir
una obra de teatro francesa que ya tuviera en castellano para practicar el
idioma.
Los libros traen el precio escrito en la contratapa. Sin etiquetas,
con la cifra dibujada, igual que el texto que presenta el libro. Y es algo
lógico porque los precios los fijan las editoriales y porque de ese modo ese
precio es inamovible, parte de la identidad del volumen.