La muerte nunca dejó de ser un problema.
En esta parte de la historia contemporánea de la que nos toca ser testigos y
protagonistas, la muerte se presenta como una reiteración inquietante. Dos
líderes latinoamericanos murieron prematuramente y en la plenitud de su tarea,
en un momento donde todavía tenían mucho por hacer y eran imprescindibles. La
muerte de Hugo Chávez como la de Néstor Kirchner no sólo despiertan la pregunta
por la continuidad del proceso político que crearon sino que permite entrar en
el detalle de las particularidades que vinieron a instalar en el campo de lo
político.
Chávez se presentó como un líder carismático en una época donde esa figura
parecía haber entrado en desuso. Si bien a comienzos de este siglo el fracaso
del neoliberalismo había demostrado lo infecunda que podía ser la imagen de un
político creada por publicistas, la presencia de un líder también era
sospechada. El líder no es una figura del individualismo, rasgo que se utiliza
para desmerecer esta cualidad, sino que es alguien que contiene la potencia de
los histórico y que habla de las posibilidades de los sujetos. El líder podrá
ser un ser excepcional pero también recupera esa singularidad oculta en cada
persona, lejos de masificar, estos líderes han interpelado a su ciudadanía , han
despertado sus capacidades. Kirchner solía hablar de sujetos comunes con
responsabilidades importantes y esa frase da cuenta de una idea de cercanía, de
un contagio que puede reproducirse aún en el ser más desprotegido. El poder de
la trasformación que genera innumerables sismos, mareas humanas, presencias que
nadie puede detener.
Los liderazgos latinoamericanos se sostienen en la posibilidad de transformar
la vida de la gente, de plasmar sus ideas en logros concretos.
El año pasado tuve la oportunidad de entrevistar a Alain Badiou para la
revista Debate y me atreví a preguntarle si el líder, en vez de estar
encasillado en la figura del Uno, como él buscaba ubicarlo, no podía ser la
expresión de un múltiple y si el acontecimiento amoroso al que él hace
referencia en su obra, no podía expresarse en ese amor al líder. Si bien Badiou
se permitía reconocer que estas características tenían lugar, se negaba a ver a
los gobiernos latinoamericanos como acontecimientos políticos, que en sus
palabras, y dicho rápidamente, correspondería a sucesos que presentan algo del
orden de la novedad, de la creación política. Para él se trataba de experiencia
bastante parecidas a los gobiernos de Roosevelt o de Gaulle. Es decir,
Latinoamérica no le estaba diciendo nada demasiado novedoso al mundo ni estaba
aprendiendo de su historia para pensarse y parirse por fuera de los modelos
imperialistas sino que estaba transitando por una etapa de la que Badiou ya
conocía el final.
La pedagogía es otra característica de estos liderazgos. Los larguísimos” Aló
Presidente” y las cadenas nacionales que tanto molestan a la oposición y que son
presentadas como prueba contundente de autoritarismo, tienen como finalidad
educar a la mayoría de la población en las transformaciones que se están
viviendo. La remanida toma de conciencia es un ejercicio de desnaturalizar y
correr la maleza. De evidenciar cuales eran los mecanismos que servían para
sostener un orden de cosas y que es lo que buscan transformar a partir de cada
una de las decisiones que se toman. Son esfuerzos de recuperación de la
autoestima, actos que buscan construir fortalezas morales. Se presentan como
épocas donde todo debe ser repensado.
La épica es otra característica, entendida como la posibilidad de tomar
dimensión del valor histórico de las acciones que se llevan a cabo y del nivel
de conflictividad que presentan, determinados por la presencia y el vigor con
que dan la batalla sus enemigos. Porque estos enemigos se vuelven más visibles e
intentan también sostener su identidad. Pero la épica le da un nuevo lugar al
pueblo, lo obliga a tomar partido y le da espesura a ese líder. Son vidas
individuales las que se sienten llamadas, las que se reclaman como
imprescindibles para dar la batalla. Ya no se construye una historia excluyendo,
generando en ese ciudadano de a pie la ingrata percepción de su inexistencia. A
ese pueblo hay que hablarle a los ojos, hay que recorrer hasta el rincón más
escondido y comprenderlo.
La presencia concreta y la puesta en escena, dato que la derecha suele usar
para descalificar o destacar un carácter ficcional de los líderes
latinoamericanos cuando hasta la más ingenua ceremonia social encierra una
puesta en escena, señalan también esa voluntad inclusiva en el espacio político.
La espectacularidad de un Chávez o de una Cristina Fernández habla de
una política que no se propone sustentarse en un detrás de la escena sino que
abre el gran escenario político a todas las contiendas que sus decisiones
despierten y le pone el cuerpo a las batallas. Son cuerpos que se desgastan más
y se vuelven más frágiles porque están mucho más humanizados, no son el
resultado de un ceremonial o de un spot publicitario sino de una realidad
cotidiana donde los autores del libreto son ellos mismos. De su capacidad para
hablar, para expresar esas ideas que sostienen sus actos, dependerán también sus
adhesiones y odios.
La oratoria de Chávez que lo vuelve distinto, una continuación de Fidel pero
también el exponente de una política que se creía añeja y olvidada, es una
demostración de su fortaleza. De la capacidad de plantarse con todo su pasado y
con todo lo que hace día a día y demostrar que cada una de sus ideas y sus actos
están en su cabeza y pueden acontecer en cualquier lugar y en cualquier momento
gracias a la potencialidad de su voz.
La experiencia de escucharlos (a Chávez y a Cristina y a Lula y a Correas) es
una experiencia transformadora y riesgosa porque allí están también sus
contradicciones y la terrible posibilidad de equivocarse, la frase que funciona
como un traspié y que será atrapada por la oposición para reducir tres horas de
discurso a una palabra inadecuada. Pero esta mezquindad ocurre porque ellos
saben que las palabras de estos políticos son acciones, que determinan tanto
como cualquier decisión de gobierno porque ya no se trata de llenar el tiempo o
cumplir con formalidades, de instaurar un discurso vacío donde todo suena
aceptable pero se desliga lastimosamente de la realidad, sino de ponerse a
prueba en cada palabra, de sostener, como creía Aristóteles que en la
respiración está el alma.